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Reportaje:

20 destinos contra el reloj

Relato de la jornada laboral de un juez de guardia en la plaza de Castilla

, Los codos del juez Pascual Fabiá Mir, valenciano de 35 años, están hincados en la mesa del despacho. El reloj marca ya las dos de la madrugada del viernes 15, y las manos del juez pellizcan con fruición la barbilla. Con este gesto de cansancio, Pascual Fabiá Mir -ese día, juez de guardia en Madrid- dicta a uno de sus funcionarios el futuro inmediato de cinco rockers que minutos antes -por separado y con ojos próximos al llanto- trataron de convencerle de que ellos no habían sido los autores directos de una brutal paliza a un mod. Sobre el papel judicial vuelca la última decisión de una agotadora jornada de interrogatorios: más de 10 horas sólo interrumpidas al mediodía para tomar un bocado.

A Pascual Fabiá le toca guardia de detenidos justo el día en que entra en vigor la decisión de sus colegas de lo civil de retrasar 24 horas la tramitación de los asuntos que llegan al decanato: aseguran estar atascados de trabajo. En los juzgados de instrucción (los que investigan delitos) tampoco hay mucho tiempo para el recreo. Un redactor de este periódico acompañó durante toda la jornada de guardia a Pascual Fabiá. La idea era comprobar si, como dicen los jueces, hay más brega que tiempo.

Nueve y media de la mañana del jueves 14. Encorbatado, semiengominado y ataviado con traje azul, Fabiá llega a su juzgado -el de Instrucción 35 de la plaza de Castilla-. Porta un periódico sin leer y un maletín. Vive a cinco minutos en coche de la plaza de Castilla, pero el tráfico matinal de la carretera de Colmenar convierte el trayecto en 25. Su mesa de noche guarda ahora cuatro libros; entre ellos, Los hijos del Grial. Trae varias sentencias-una ocupa seis folios- escritas a mano la tarde anterior al son de notas clásicas. El miércoles 13 celebró una docena juicios de faltas.

Sobre la mesa del despacho le esperan los expedientes- de los detenidos que esa mañana, jueves 14, han llevado las comisarías a la plaza de Castilla. "Hoy tenemos 20 detenidos", le informa la secretaria judicial. "Dos árabes acusados de irrumpir en un vagón de metro con pistolas y navajas; lesiones graves a un chico en una trifulca entre dos grupos de jóvenes, una agresión sexual, tráfico de drogas...".

El juez ojea y subraya algunos párrafos de las diligencias. Quince minutos después, cruza el hall que separa su despacho de la oficina donde trabajan los funcioriarios. "Hoy tenemos un día complicado", augura en voz alta para que le oigan. Los teléfonos y las teclas de los ordenadores suenan sin tregua. El abogado de dos de los cinco rockers entra y se mueve con gesto acelerado. Se acerca al juez para hablarle de la inocencia de sus clientes, que esperan abajo, tras las rejas de los calabozos. "Esos interrogatorios los vamos a dejar para la tarde", anticipa el juez al letrado.

Con paso rápido, Pascual Fabiá regresa de nuevo a su despacho. El fiscal de guardia le espera dentro. Cierran la puerta, releen los atestados (emplean una hora larga) y cambian impresiones. Los funcionarios entran y salen sin llamar. "Oye, Pascual, fulano quiere hablar contigo...", le dicen unos; "Don Pascual, le parece que..."; se les oye a otros. "Yo he pedido a todos tutearnos".

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Poco antes de las 12, el juez baja con la secretaria y una teclista a los sótanos de los calabozos (su juzgado está en la 7a planta). Hay un primer control de la Guardia Civil; y más al fondo, tras las rejas, funcionarios de prisiones. Le franquean la puerta y saludan con un "buenos días, señoría". Dentro hay trasiego. La juez Beatriz González, del Juzgado 34, comparte la guardia de detenidos con Pascual Fabiá. Ambos se han repartido los 40 detenidos del día, pero ella ha comenzado un poco antes los interrogatorios.

Un despacho pintado hace unos meses de blanco, una mesa y una arcaica máquina de escribir esperan al juez. Cada cual se sienta en su sitio; Pascual Fabiá, en medio. El juez agacha la cabeza y relee el primer atestado policial, mientras el agente judicial da paso al primer detenido y a su abogado. Ese día, casi todos son de oficio.

-Siéntese, por favor, indica el juez a un chico magrebí. Entra despacio, como asustado. Ya ha declarado ante la policía, pero ahora ha de hacerlo ante quien debe decidir si queda en libertad o en prisión.

- La policía dice que usted ha hecho...

Las palabras iniciales del juez siempre son invariables, y rezuman respeto y presunción de inocencia. Sin importar el desaliño del detenido. El cadavérico aspecto de la mayoría (se nota el azote del sida y la droga) es patético.

El detenido puede mentir. Tiene ese derecho. Pero, aunque su mendacidad sea flagrante, Pascual Fabiá no hace ningún gesto. Ni de incredulidad ni de apoyo.

Tras cada respuesta., el juez se dirige a la teclista y dicta, como si fuera un latiguillo: "Que el declarante niega que..."

La mañana avanza y el rostro del delito es multicolor y dramático: inmigrantes sin papeles, traficantes de droga; un hombre acusado de amenazar y prender fuego a varios enseres de su suegra, que llora ante el juez su amargura y desdichas matrimoniales... Entre las cuatro paredes comienzan a oírse terribles historias. "Por aquí pasan las personas más desvalidas de la sociedad", explica Pascual Fabiá a EL PAÍS, "El juez no debe enternecerse ni endurecerse: tiene que actuar con un criterio profesional. Su obligación es escucharles sin prisa, y decidir objetivamente".

Reconoce, no obstante, que siente una lástima especial por los correos de la droga. "Son pobre gente, sin ningún recurso. Las mafias internacionales los utilizan para introducir droga en España a cambio de algo de dinero. A algunos, incluso les delatan luego.

Los largos interrogatorios matinales se prolongan hasta las tres y media de la tarde. Pascual Fabiá ha quedado para almorzar con su esposa. Ella también es juez de la plaza de Castilla. Las declaraciones más complejas -las de los supuestos asaltantes del vagón de metro y, las de los cinco rockers- han quedado para la tarde, por ese orden.

Sobre las siete y media, comienzan a declarar los chicos del tupé. Uno tras otro, desfilan ante el juez hasta bien entrada la madrugada. La guardia de este hombre de 185 centímetros de sencillez y transparencia (sus funcionarios le tildan de muy garantista con los detenidos) comienza a mostrar su dureza en los ojos del juez.

Pascual Fabiá aprovecha los apretados huecos entre declaración y declaración para practicar otras diligencias: ora una rueda de reconocimiento (cuando a través de un cristal opaco la víctima, delante del juez, tiene que identificar al agresor: se hicieron seis el jueves), ora un interrogatorio imprevisto...

También redacta órdenes de libertad para casi todos los detenidos que testificaron por la mañana.

Sobre las doce de la noche, los calabozos comienzan a quedarse vacíos. De los 20 detenidos, sólo uno -una mujer terriblemente delgada por el flagelo de la heroína- se sube al furgón celular que todas las noches parte de los sótanos judiciales con dirección a Carabanchel o Alcalá-Meco.

Algunos liberados no tardarán en volver. Suelen ser los mismos que, sin rubor ni eufemismos, confesaban horas antes al juez que llevaban 20 años, un día sí y otro también, metiéndose jeringuillas de heroína en las endurecidas venas. Cantidades escalofriantes: el que menos, 2.000 pesetas diarias.

Cuando los rockers han terminado de declarar ya amanece el día y la fatiga se deja sentir. El azar, y también la flamante ley que limita la facultad del juez para encarcelar a una persona (sólo puede hacerlo si alguna de las partes lo pide previamente), tienen la culpa.

El jueves fue la primera guardia de Pascual Fabiá en la que tuvo que aplicar esa nueva ley que le impide meter a alguien en la cárcel a su antojo. Una norma que a Pascual Fabiá no le parece ni bien ni mal. "Aunque es evidente", dice, "que aún dará mucho más trabajo". Le ha llamado la atención, no obstante, el momento elegido para crearla: "Resulta curioso", ironiza, "que se haya reformado la ley coincidiendo con el ingreso en prisión de determinadas personas". En su mente flotan los casos de Mariano Rubio, Conde, De la Rosa, Vera...

Pascual Fabiá aplicó el jueves esta nueva ley a los rockers justo para todo lo contrario de lo que teóricamente persigue (al juez justiciero al que no le tiembla el pulsó para mantener durante un año en prisión a un preso preventivo sin haber sido juzgado ni condenado). Puso a todos los jóvenes en libertad.

Unas tres horas duraron los interrogatorios de los rockers. La policía les imputaba haber propinado una salvaje paliza al hijo de un ex alto cargo del Partido Popular que supuestamente formaba parte de un grupo de mod. Casi nadie de los asistentes a la declaración -ni el fiscal ni los abogados, a juzgar por sus semblantes- daba un duro por la libertad de al menos dos de los chicos.

El informe policial revelaba que rompieron la mandíbula de la víctima por cuatro sitios diferentes, y que un agresor elevó hacia el cielo, como en una ofrenda, uno de los tres- dientes arrancados a patadas a un mod.

El juez, sin embargo, no encerró a ninguno. Atisbó que no existían suficientes pruebas incriminatorias y, amparándose en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional -muy restrictiva de la prisión como medida cautelar-, resolvió: "Tan sólo cuando existen razonables sospechas de responsabilidad criminal, y no existen otras medidas de menos intensidad coactiva que aseguren la eficacia del proceso penal, es posible la medida máxima de privación de derechos...".

Mientras Pascual Fabiá dictaba palabras de libertad para los rockers (sujetándose el rostro con las manos y los codos sobre la mesa) los abogados aguardaban impacientes en un largo pasillo, apenas iluminado, de la 7ª planta de los juzgados. Desde una ventanilla, se escudriña la plaza de Castilla. No se ve ningún alma. El deambular de algunos coches con una lucecita verde en el techo marcan el pulso ciudadano. En su ir y venir por el gélido asfalto, soltaban fuertes bocanadas de humo (el termómetro -un grado bajo cero- barruntaba la llegada de nieve).

Arriba, el juez busca el periódico aún sin leer, mezclado entre sumarios y libros de jurisprudencia utilizados a última hora para fundamentar la libertad de los cinco chicos. Una sonrisa ilumina su rostro al recordar que al día siguiente, viernes, le toca descanso. "Mañana no voy a hacer nada", enfatiza Pascual Fabiá, quien fue padre de una cría hace justamente un año.

Pero mientras le toca otra guardia -la próxima, el día 29- no le faltará tiempo para aburrirse: las estanterías de su juzgado cobijan 7.000 asuntos penales; 600 de ellos, vivos; y todos los miércoles, una docena de juicios de faltas.

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