Francia, o la fe unamuniana en el Estado
En algún lugar escribí que los políticos habían dejado de ser führers o caudillos de sus pueblos para ir transformándose en surfers de la opinión pública y de sus "estados de alma". Pero la propia caída de la popularidad de los políticos parece contradecir hoy este diagnóstico, ¿cómo, si su arte era el de navegar y flotar en la opinión, podrían haberse hundido en cotas de popularidad tan bajas?En más de una ocasión (referéndum europeo en Dinamarca, huelgas generales en Francia) ha bastado que los políticos de todas las tendencias se pusieran de acuerdo, para que la opinión pública se haya manifestado y decantado en sentido inverso -como si de un explícito rechazo a la política y a sus élites se tratara- ¿A quién hay que culpar de ello? Yo no creo que la responsabilidad sea tanto de los políticos como de las propias tablas de surf en las que han querido o tenido que manejarse. Me refiero, claro está, a la tabla de los actuales Estados europeos.
Francia fue en cierto modo la inventora y sin duda el paradigma de este Estado que quiso primero fabricar la nación (la societas desde la civitas), y luego organizar su desarrollo mercantilista (la economía, desde la Administración) distribuyendo incentivos permisos, licencias, cuotas y subvenciones. La función pública lanzaba así una gran opa sobre la vida civil, al tiempo que formaba las élites técnicas y profesionales en las Grandes Escuelas, que luego ella misma empleaba en la Administración. El Estado era quien daba a cada uno su tasa de interés preferencial, su profesión reglada, su precio de garantía, su protección frente a la concurrencia extranjera (esa que, según Unamuno, también acogían en España los catalanes "siempre dispuestos a venderse el alma por un arancel").
Pero todo esto es lo que los gobernantes europeos no pueden ya dar, con lo que su prestigio y la lealtad de los ciudadanos disminuye a ojos vista. Como el cacique que ya no puede obligar con sus favores, así los políticos, los tradicionales "conseguidores", van perdiendo credibilidad en un Estado que, lenta pero seguramente, parece estar alcanzando su nivel de incompetencia. Por más que lo prometiera en sus mítines, Miterrand ya no pudo nacionalizar la banca, como no puede ahora Chirac, nacionalizar la economía francesa. En un mercado abierto ya no es posible jugar libremente con la inflación o la deuda pública, ni gestionar más o menos demagógicamente la canalización del crédito, la redistribución del gasto público o la formación de los salarios.
Pero si este Estado no parece estar ya en condiciones de liderar el "desarrollo", tampoco en su otro gran papel, la "redistribución", parece gozar de muy buena salud en vista de que ese "tercio excluso" que llamamos los marginados, y la diferencia entre los más pobres y los más ricos ha seguido creciendo en su seno. Seamos claros. En Maastricht los Estados europeos optaron decididamente por guardar el fuero -su presunta soberanía política frente a Bruselas- a cambio de sacrificar el huevo -su capacidad de tener una política socioeconómica nacional, esa que en Francia absorbe aún el 40% del presupuesto nacional y ocupa uno de cuatro trabajadores.
El Estado corporativo y protector por el que claman los nostálgicos del retour de I'État es un órgano que, al ir perdiendo funciones y competencias, tiende a aparecer como un compuesto cada vez más pintoresco de burocracia y demagogia, de intervencionismo aún creciente, de rentabilidad menguante y de honradez dudosa. Son ya muchos los ámbitos en los que el Estado va dejando de ser la solución para ser percibido como el lastre, si no como el problema mismo. Y aunque hace tiempo que esto era un secreto a voces, se pudo aún disimular y mirar a otra parte mientras Delors no tuvo la genial idea de coger por la palabra a quienes, para defender la soberanía de los Estados, se oponían a su proyecto de unión política europea. "Muy bien", vino a decirles Delors en Maastricht, "pues que la unión sea nada más que económica, ya veréis lo que pasa". Y lo están viendo ya. La sola aparición de la moneda única en el horizonte, está poniendo de manifiesto la impotencia de los Gobiernos europeos para cumplir sus promesas electorales desde unos centros de decisión -París, Roma, Madrid- que a partir de Maastricht se irán revelando como monumentos de arqueología política, superestructuras de un sistema de producción y dominación de otra época.
Pero sabemos que tanto las estructuras administrativas como las representaciones colectivas tienden a sobrevivir inercialmente y a defenderse aun cuando ya no rigen: no cayó Zamora en una hora; ni el feudo medieval, ni la escolástica. Ni caerá ahora esa metafísica y teología del moderno Estado-nación que los franceses tratan a toda costa de mantener.
1. La metafísica, por un lado, de los partidarios del retour de l'Etat que proponen "cerrar las fronteras para salvar nuestro modelo de Estado" y abogan por "una Europa de las naciones y una mayor prosperidad (sic) contra los criterios de Maastricht que nos ahogan" (E. Todd), o por la lucha contra "el neoliberalismo y el pensamiento único del mercado" (I. Ramonet). De un mercado injusto y cada vez más doctrinario, es cierto, pero cuya corrección política va transformándose en coartada política del Estado tradicional en la misma medida en que la tarea rebasa su capacidad y competencia.
2. La teología laica, por otra parte, de quienes hoy se manifiestan y, contra todas las evidencias, no quieren dejar de creer en esta competencia de su Gobierno nacional para "arreglarles lo suyo". Creer, decía Unamuno, es querer creer. Y no hay duda de que los franceses quieren seguir creyendo que su Estado es el órgano que puede darnos en este mundo la seguridad y la protección que la Iglesia nos daba en el otro.
Por esto decía al principio que no se trata propiamente de una crisis de credibilidad de la política y los políticos. El problema ha sido más bien el contrario: el de un exceso de credulidad. ¿No dijo ya Malraux que la política había sido la religión del siglo XX? Pues bien, los recientes tumultos en Francia pueden ser su última procesión o auto sacramental; el último acto de fe colectivo de quienes no quieren perder su fe republicana en el Estado. Pero más allá del mercado y la tecnocracia que hoy quieren ocupar precipitadamente su lugar, no hay duda de que en el siglo XXI irán siendo otras, si algunas, las instituciones capaces de ofrecer seguridad a los ciudadanos y de capturar su imaginación. No sé si se llamarán Europa o Vallecas, Països Catalans o Murddoch & Co. Pero que no se llamarán como hoy, eso seguro.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.
Archivado En
- Liberalismo político
- Tratado Maastricht
- Opinión
- Reglamentos
- Estado bienestar
- Dinamarca
- Sociología
- Bienestar social
- UEM
- Escandinavia
- Política social
- Francia
- Justicia deportiva
- Ciencias políticas
- Ciencias sociales
- Política económica
- Europa occidental
- Ideologías
- Unión Europea
- Europa
- Organizaciones internacionales
- Deportes
- Economía
- Política
- Finanzas