Estrechez obligada en el cine suizo
"Suiza no existe", rezaba la sorprendente inscripción del pabellón suizo en la Expo de Sevilla. Este tema mural era la provocación de un artista, y a su autor le salieron las cuentas, porque en Suiza brotó la indignación entre la derecha, que cobra fuerza, y entre los desesperados tradicionalistas. Se tomaron la frase literalmente, consideraron lesionado el honor nacional y contraatacaron con la afirmación de que, por supuesto, Suiza existía. Sin embargo, al provocador no le importaban tanto los 41.000 kilómetros cuadrados de paisajes más o menos atractivos. Lo importante era lo que le faltaba, y le sigue faltando, a ese país: una idea común, una visión. Poco tiempo después, el pueblo suizo dio la razón al artista- al votar no en el referéndum sobre el ingreso en el espacio económico europeo. Se temía perder la identidad, pero el resultado del referéndum dejó claro que apenas quedaba identidad que perder. Ya no podía pasarse por alto una profunda brecha entre la Suiza de habla francesa y la de habla alemana. Por un lado, los francófonos abiertos al mundo; por otro, los germanófonos a la defensiva.El miedo a lo ajeno, la desconfianza en la capacidad propia, el recelo ante una discusión (auto) crítica, las consecuencias directas del rechazo a Europa: el sector cinematográfico sintió y siente directamente todo esto. Allí donde las visiones son algo indeseado, los que trabajan en lo visual tienen especiales dificultades. Además, el cine suizo también experimenta una crisis. Hay calma chicha en cuanto a temas, materias, historias y visiones. Ha pasado la época de las obras maestras, del milagro cinematográfico suizo, cuando el cine suizo pudo celebrar toda una serie de éxitos y autores como Alain Tanner, Michel Soutter o Claude Goretta atraían la atención no sólo dentro de nuestras fronteras. En la actualidad se permanece en los espacios estrechos o se fracasa en el intento de hacer cine de grandes gestos. En resumen: el cine suizo lleva una vida de cenicienta, internacionalmente y dentro del país.
En los últimos tres años ha aumentado masivamente la hegemonía de los grandes estudios norteamericanos, que ha marginado a toda la creación cinematográfica no estadounidense. La publicación cinematográfica de negocios Variety calificó a Suiza de "pequeña pero lucrativa". Las producciones estadounidenses atraen al 80% del público, y la producción local ya no consigue ni siquiera una décima parte del 20% restante. El empeoramiento de la situación tiene sus motivos y, precisamente en un país pequeño como éste, es fácil determinar cuáles son. Y es que Suiza no siempre se comporta de forma tan cerrada y despreciativa como en la cuestión de la integración europea. Durante el transcurso de las negociaciones del GATT se presentó preventivamente una nueva legislación cinematográfica con el fin de no ofender a Estados Unidos y obtener derechos de aterrizaje en un nuevo destino para la línea aérea nacional. Así, a partir del 1 de enero de 1993, se suprimieron las cuotas que regían la importación de películas. El resultado fue que un cuarto gran estudio nortemaericano se instaló en Suiza y ahora la lucha por las pantallas se libra fundamentalmente entre los estadounidenses.
El cine europeo, las películas del Sur, el cine suizo: desde el 1 de enero de 1993 más que nunca sólo pueden establecerse en nichos, al menos fuera de las ciudades de Zúrich, Basilea, Berna y Ginebra. Hay aproximadamente cuatrocientas salas en este país de siete millones de habitantes, y los cuatro grandes estudios nórteamericanos, lanzan sus películas con presupuestos que equivalen a los de una producción cinematográfica pequeña en Suiza- con hasta 96 copias. Es fácil calcular cuánto sitio queda para los demás. Curiosamente, desde hace algunos años las películas nacionales de más éxito son documentales. El cine documental tiene un público relativamente amplio, de hasta 80.000 espectadores (Kongress der Pinguine, de Hans-Ulrich Schlumpf), una cifra comparable con el potencial de La céremonie, de Claude Chabrol, o Caro diario, de Nanni Moretti.
Los documentales son los que han tratado más temas candentes -la supresión del ejército, la pérdida de identidad, la problemática de las drogas-, y en ellos es donde más puede hablarse de tendencias creativas perceptibles. Películas actuales como el retrato del artista Signers Koffer de Peter Liechtl; el trabajo de investigación Che: das bolivianische Tagebuch, de Richard Dindo; la aproximación a un tópico nacional, Magic Matter horn, de Anka Schmid, o la búsqueda de los límites de la percepción (Picture of Light, de Peter Mettier), de la representación (Das geschriebene Gesicht, de Daniel Schmid), de la escritura (Gerhard Meier-Die Ballde vom Schreiben, de Friedrich Kappeler) y del viajar (Middle of the Moment, de Nicolas Humbert y Werner Penzel), son aproximaciones ensayísticas a un tema. En este tipo de documental, los creadores suelen hacer notar su influencia con la máxima intensidad cuando montan una visión propia a partir de momentos de la realidad, y en los casos más extremos llegan a una auténtica ficción.
En las otras películas, la producción sigue siendo del orden de una docena de filmes, pero no puede pasarse por alto una notable reducción del éxito. Creadores que antes triunfaban como Rolf Lissy, cuya Schweizermacher, la película nacional de más éxito, llegó incluso al límite del millón, sólo consiguió 2.000 espectadores con su última película, que trata de un escándalo judicial (Ein klarer Fall). ¿Es un consuelo que estas mismas películas atraigan después una audiencia mucho mayor en la televisión? Se está produciendo un desplazamiento del comportamiento del público, que ahora consume en casa. En 1995, no obstante, puede hablarse de dos películas de éxito, marcadas por una escritura fluida sin pretender adular al público: L'adultére, de la francesa Christine Pascal, que trabaja en Suiza, y Liebe Lügen, de Christof Schertenleib. Ambas películas tratan de las dificultades en las relaciones, ambas tienen un trasfondo actual y ambas están contadas con una estructura narrativa clara y con humor. Dos proyectos más interesantes están dedicados al fenómeno de los grupos de derecha y su atracción, mediante figuras que en cierto sentido están sacadas del pueblo: Mekong, de Bruno Moll, y Nah am Wasser, de Marc Ottiker.
Con el rechazo a Europa, Suiza apenas existe ya en el terreno de las instituciones de la Comunidad Europea. La cultura, que vive del intercambio abierto, y que precisamente en el cine ha colaborado mucho con otros Estados europeos a través de coproducciones, se ve obligada a replegarse sobre sí misma. Después del veredicto fatal sobre el espacio económico europeo, Suiza pudo permanecer en el proyecto Eurimages del Consejo Europeo, pero fue inmediatamente excluida de los programas media. Ahora, Suiza tiene que intentar tapar con soluciones transitorias los grandes huecos que se han abierto; las medidas de sustitución que se han tomado le cuestan al país, tan sólo en el terreno cinematográfico, 3,5 millones de francos suizos (367 millones de pesetas) al año. La situación es aún más difícil porque el elevado endeudamiento público hizo que en todos los ámbitos, también el cultural, se recortasen inmediatamente en un 10% los fondos prometidos.
En el terreno de la cultura, los políticos no protegen los valores propios (salvo los monumentos histórico-artísticos). Cuando el año pasado se rodó el pequeño documental Arracher les masques sobre el belicoso político ginebrino Jean Ziegler y el Estado aportó una cantidad modesta en el marco de sus medidas de fomento, la consecuencia fue que la derecha puso en cuestión el principio mismo de los créditos cinematográficos y logró una reducción de un millón de francos suizos (105 millones de pesetas). Con ello, en 1.995, sólo quedaban 11 millones (1.155 millones de pesetas) para fomentar una creación cinematográfica propia. En comparacion a la elaboración de queso se le dedican 473 millones (49.665 millones, de pesetas).
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