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Reportaje:PLAZA MENOR - LAS VISTILLAS

Un balcón al cielo

Al excéntrico Ramón (Gómez de la Serna) le corresponde un excéntrico monumento, arrinconado junto a la balaustrada de un mirador desde el que no se ve nada aunque se llame de Las Vistillas, paradoja sin duda muy al gusto del homenajeado, cuya efigie aparece enmarcada en una enrevesada greguería escultórica coronada por la inevitable y triunfal señora, desnuda que eleva sus brazos hacia el cielo, quizá para escapar del atiborrado pedestal que aprisiona a Ramón entre una miscelánea de cachivaches vomitados por una cornucopia sin fondo: libros, un globo terráqueo, una lira y otros objetos y figuras alegóricas que rodean el óvalo que enmarca el rostro perplejo del escritor con corbata de mariposa.Las greguerías ramonianas, que están hechas de humo y poso de ceniza, se han fundido en escoria; Ramón da la espalda al ciego belvedere. Setos y arbustos, alérgicos a la poda, ocultan el horizonte y velan un paisaje de grúas y edificios en construcción que en las profundidades del viaducto, junto a la fuente segoviana van ganando terreno a los viejos caserones, cambiando tejados por terrazas, buhardillas por áticos.

Ramón comparte en los jardines de Las Vistillas su modesta gloria con otro invitado, el pintor Ignacio Zuloaga, clavado en un monolito levemente elevado a su memoria. El monumento de Ramón es un islote en el centro de un pequeño estanque circular en cuyas aguas turbias nadan envases de plástico, botellas y envoltorios: mare mínimum cuyos naufragios supervisa impertérrito el cronista de los rincones más misteriosos de la urbe. El busto de Zuloaga emerge del bloque de piedra como una esfinge resignada entre desmayados vestigios vegetales. El pintor vasco tuvo por aquí cerca su estudio, que antes había sido del escultor Victorio Macho y luego fue museo del pintor un breve tiempo. Para completar la prosapia del entorno, la plaza del Campillo de las Vistillas lleva el nombre de Gabriel Miró, exquisito prosista levantino, aún más perdido que los ilustres huéspedes estatuarios en este desolado escenario, cerro castizo que sujeta uno de los extremos del plomizo viaducto, inductor de vértigos suicidas.

Este es "el gran barranco de Madrid en el que la corte se desnuda", escribió Ramón, y al borde de este abismo cotidiano debió pasear La Nardo de su novela cuando los madrileños, buenos conocedores de su topografía urbana, venían a contemplar los primeros fuegos del Apocalipsis anunciado en la penúltima aparición del cometa Halley. Cuenta Pedro de Répide, otro vecino emérito del barrio, que los madrileños hicieron verbena y llevaron sus botas de vino al Campillo dispuestos a despedirse de la vida contemplando los apocalípticos destellos del cometa heraldo del juicio final como si fueran fuegos de artificio, creyéndose, sólo a medias, las siniestras previsiones de los agoreros que habían señalado fecha y hora para el "apaga y vámonos" colectivo.

El Campillo de las Vistíllas ha sido siempre el observatorio astronómico y mágico preferido por los autóctonos. Cuenta el cronista Répide que, en 1886, acudió a esta explanada una multitud de ciudadanos dispuestos a contemplar una procesión estelar en la que, según un visionario ciudadano, habrían de desfilar por el firmamento la Virgen María, san Pedro y san Juan. El fantástico trío, afirmaba el profeta que había asistido a un pase previo de la comitiva, haría su aparición por el Guadarrama y se desvanecería por la parte de Toledo.

Vivir pegados al poder, enterarse de todos los devaneos y contubernios de la corte, sus ministros, sus próceres y sus prelados engendró en el pueblo de Madrid fuertes dosis de escepticismo que, sin embargo, no llegaron a matar su ávida curiosidad y su gusto por las novedades. Corte de los milagros, ansiosa de prodigios o al menos de sucesos que rompieran la rutina, dispuestos a convertir un motín en kermés, y a la inversa. La austera y eminente mole de ladrillo del seminario conciliar está aquí para vigilar tanto exceso y tanto desmadre. La cúpula de San Francisco el Grande (entre otras cosas, por sus bóvedas) y las torres minaretes de La Almudena, supervisan a los vecinos de la Morería y de las Cavas, del barrio de don Hilarión y de la Virgen de la Paloma. Los ecos del chotis, el rock, la salsa o la zarzuela rebotan contra la fachada del seminario cuando llega la temporada de verbenas. El seminario fue edificado sobre el solar del antiguo palacio que mandó edificar a finales de siglo XVIII la duquesa de Osuna y baronesa de Salm-Salm, templo pagano y "teatro de opulentas fiestas dadas por los sucesores de aquel título", cuenta Répide. Terreno recuperado para la virtud y las buenas costumbres por los padres de la Iglesia y sus discípulos. Las costumbres de los habitantes del barrio siempre mezclaron el amor divino y el amor profano, no en vano es la Virgen de la Paloma patrona de la zarzuela y del género chico, aunque los fieles devotos no mantengan en ocasiones el tradicional recato exigible en las celebraciones religiosas. Aquí tiene su origen el popular rosario de la aurora, nombre de una madrugadora procesión que salía del convento de San Francisco y que en una ocasión degeneró en batalla campal y desastrosa al tropezarse sus cofrades con una procesión de la competencia que no quiso cederles el paso y defendió su preferencia por las armas, trocando en lanzas y mazas sus estandartes y las farolas con que alumbraban los primeros balbuceos del alba. En invierno, un café librería abre sus puertas en la plaza como un refugio confortable, y la mañana se anima con el griterío de un colegio que llega hasta los muros del seminario. Luego en la noche llegarán a sus ventanas los ecos del Corral de la Morería, el claquetear de los eternos palillos de Lucero de Tena que a golpe de ortodoxia castañuelera recibió en su cueva a príncipes, astros de la pantalla y la política, ministros y embajadores cuando las noches de Madrid eran más negras y la sombra del palacio de Oriente se alargaba.

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