La euromoneda
LA CUMBRE de la Unión Europea (UE) clausurada ayer en Madrid marca un progreso significativo en el difícil reto de construir Europa como un conjunto articulado e integrado. No hace falta ser tan enfático como el primer ministro portugués, Antonio Guterres -quien calificó las decisiones monetarias adoptadas como "primera, piedra" de la integración europea-, para destacar la relevancia de las decisiónes del Consejo Europeo sobre la moneda única. Pese a sus recurrentes y sempiternas contradicciones, los Quince han logrado ponerse de acuerdo en el nombre: euro. El nombre no hará la cosa, pero la redondea. Eso y el consenso sobre el calendario de las fases a cubrir hasta que en julio del año 2002 los ciudadanos utilicen el euro como único medio de pago son avances capitales para coronar el ya existente mercado interior con un instrumento de cuenta y pago común.El espaldarazo al euro constituye un mensaje de irreversibilidad a los mercados financieros y la fijación de un horizonte que, pese a las enormes dificultades que sobrevendrán hasta su total implantación, despeja incertidumbres a los agentes económicos y, a los actores sociales. Pero su significado no se agota en lo económico. Andan sobrados de razón quienes subrayan su dimensión política. El núcleo duro de la soberanía de un Estado se compone de cuatro elementos: el territorio, la moneda, el Ejército y la política exterior.
Desde el mercado interior de 1992, Europa ha suprimido gran parte de sus fronteras: sólo quedan algunos obstáculos a la circulación de personas, impuestos por el Reino Unido. Y ahora empieza a abandonar la dispersión de sus monedas, condición necesaria pero no suficiente para afrontar los retos de la globalización de los mercados de capitales. Así, en el camino de la integración que supone crear una nueva soberanía compartiendo las iniciales, la moneda única se consagra como clave de bóveda. Quedan, a menor ritmo, la política exterior, de defensa. La integración monetaria es integración política. Pero al mismo tiempo revela las carencias o lentitudes de otros aspectos de esta última.
Despejado el escenario y el dilema sobre el nombre, hay que subrayar que el calendario no será un camino de rosas. Tendrá algo de calvario. Hasta el inicio de la tercera fase de la moneda única, el 1 de enero de 1999, cristalizarán las discrepancias entre los países aptos para integrarse en el euro y los que no llegarán a cumplir las condiciones de convergencia. Se plantearán arduas batallas sobre la concreción del pacto de estabilidad -aumentar la convergencia una vez iniciada la tercera fase de la unificación monetaria- entre los partidarios de extremar el rigor y los dispuestos sólo a mantenerlo. Y cualquier revuelta social en un país influyente -como la actual de Francia- replanteará la dosificación de las políticas de austeridad presupuestaria, reverdeciendo de nuevo el fantasma sobre la política de convergencia iniciada en Maastricht como causa de todos los males.
No es cierto que la convergencia implique un pensamiento único. Cierto que coinciden en ella desde los conservadores neoliberales británicos hasta los socialdemócratas suecos. Moderar la inflación y sanear las finanzas públicas esto es, no estirar más el brazo del gasto que la manga del ingreso- es su punto de coincidencia. Pero, a partir de ahí, las diferencias son abismales en cuanto a los ritmos, objetivos y modos (negociados o no) de replantear el gasto público. Ese replanteamiento es esencial si Europa quiere aumentar su competitividad en un mercado global. La etapa histórica de las autarquías y los mercados nacionales como coto cerrado es pura arqueología.
Pero reconocer todo esto no implica olvidar un hecho igual de fundamental. En épocas de turbación, la ciudadanía es fácil presa del vértigo, de la desorientación y de los demagogos. Si a cada avance integrador le suele corresponder un reflujo euroescéptico, frecuentemente catapultado por las resistencias corporativas al cambio -revestidas de cualquier patriotismo-, los líderes deben ser conscientes de ello y buscar las vías de suscitar complicidades. No sólo para explicar mejor sus acuerdos y avances, sino para diseñar verdaderas políticas complementarias. Resulta, pues, una lástima que si el paso monetario ha sido en Madrid de gigante, el progreso sobre empleo sea de tortuga, por mucho que mejoren algo otras declaraciones anteriores.
La presidencia española ha desempeñado un papel decisivo en los acuerdos alcanzados en Madrid, según han reconocido los Quince. Tanto sobre la unión monetaria como sobre el lanzamiento de la reforma de Maastricht o la fijación del calendario para la ampliación al Este, cuya negociación podría iniciarse en el primer semestre de 1998 si nada se tuerce en el camino. Es algo que debe satisfacer a la ciudadanía y hacer reflexionar a los patrocinadores de las estrategias de tierra quemada.
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