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'Rose' Forqué

Tennessee Williams, cuando le ahogaba su prisión, huía de ella en viajes sin rumbo. En uno hizo parada en España. Leí una entrevista con él en Barcelona; y le encontré -casi topé con él- mientras paseaba sin nadie en Madrid. Caminaba despacio, aunque llovía, con las manos en los bolsillos de una zamarra gris y los ojos perdidos en las baldosas de Recoletos.No se si lo vio, pero allí cerca -hace de esto 18 o 20 años-, en el teatro Marquina, José Luis Alonso, uno de los más grandes -su manera de entrelazar los intérpretes mediante interrelaciones tan nítídas y leves como plumas; y su transparente oficio, que le permitía crear ritmos invisibles bajo las zonas evidentes, le hacen irrepetible- hombres del teatro europeo, hizo por entonces un montaje de El zoo de cristal, que fue, al menos en el rincón de dónde lo arranco, un prodigio que crece a medida que se aleja.

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El drama es uno de los pocos que ha dado este tiempo -Tío Vania, Señorita Julia, Largo viaje hacia la noche, Luces de Bohemia, Final de partida, pocos más- que no es posible imaginar; olvidados dentro de un siglo. Y áquella su representación la vi siete u ocho veces, dolido conmigo mismo por no haber capturado su genio la primera vez y escribir erróneamente sobre él la revelación, tanto mas cercana cúuanto más lejos está, de dos actores muy jóvenes: Pep Munné y Francisco Algora; y, sobre todo, de una actriz debutante, Verónica Forqué, cuya creación de la infortunada hermana de Williams, me parece hoy la más hermosa que guardo, incluidas las sombras de Rose que son Geraldine Page en Verano y humo, Shirley Knight en Dulce pájaro de juventud, Vívien Leigh en Un tranvía llamado deseo y Karen Allen en el Zoo de Paul, Newman.

Verónica Forqué sacó allí belleza y verdad de sus balbuceos de aprendiza: ese signo de la gran intérprete que es la conversión de la conciencia de los propios límites en instinto para romperlos e ir más allá de sí misma. Recuerdo -no hay otro testigo del genio teatral que el que oculta esa palabra- un instante de su diálogo con Munné en la balconada. La actriz sabía que su cometido era dar un giro gestual consistente en un brote de locuacidad en una muchacha de insalvable timidez y hacerla luego, asustada por esa salida de sí misma, replegarse de nuevo hacia su silencio.

Verónica, frente al público -posición funcional en un personaje incapaz de mirar de frente a su interlocutor- no sólo dio ese doble giro de oficio, sino que extrajo el nada menos que transfiguración: creó en un escenario un primer plano fílmico, que es lo más difícil de alcanzar por un intérprete teatral. El rostro de su Rose llenó todo el Marquina y vimos materialmente cómo emergía luz de dentro de su sombra, y cómo aquel mágico destello hacia fuera volvía a sumergirse en la oscuridad de donde brotó.

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