Entropía

Los malditos no deben hacerse muchas ilusiones: después de todo el infierno no es gran cosa. Allí también opera la entropía, una de las leyes de la termodinámica. El universo tiende hacia el polvo, el fuego del infierno tiende hacia la ceniza. Para que el corazón de esa hoguera eterna no se extinga los humanos tienen que hacer un esfuerzo continuo. La uniformidad absoluta es el final de todos los caminos. Si uno abandona su casa de campo, con los años se va desmoronando lentamente hasta diluirse por completo en el paisaje. Si uno abandona el propio cuerpo, cuando intenta regresar a él, lo encuentra ya derruido como un viejo armario. No existe terror que pueda compararse a la ley de la entropía aplicada a la belleza. Los senos de la Venus de Milo, aunque sean todavía de mármol, se derrumbarán; las dunas de Claudia Schiffer un día se fundirán con la llanura infinita del barre: los músculos del auriga de Delfos o de Silvester Stallone no serán sino esa fórmula de gelatina que precede a las algas podridas. El rostro más bello fluye hacia la máscara terrible de la vejez; en cambio, los monstruos con la edad dulcifican su perfil hasta hacerse agradables. La bella y la bestia siempre se cruzan en un punto atendidas por el mismo peluquero o cirujano plástico. Sucede lo mismo con las ideas, con la política, con el arte. La energía que se requiere para no caer en la degradación es cada vez más tenue, de modo que la uniformidad, que en física equivale al caos, va adquiriendo un carácter posmoderno. Todas las ideas son ya intercambiables, todas las políticas son similares, todo el arte es ya impersonal. La mundialización de la economía va a coincidir con una existencia absolutamente banal, con el sometimiento de la cultura a los medios masivos de comunicación, con la exaltación del consumo de productos infinitamente seriados. Lo mismo que a Bogart y a Ingrid Bergman siempre les quedó París, cuando aquí todo sea anodino e incluso el infierno se haya apagado, a algunos aún nos quedará la crema de habas tiernas.
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