Paisaje Mediterráneo
Por un lado está la dulzura de las palmeras; por otro, la lepra y los salazones, los barrancos descarnados, los pedernales de las islas donde las chicharras se friezan contra la luz de harina. Aquellas ninfas desnudas que imaginaron los idealistas alemanes son esas viejas de negro con un pañuelo en la cabeza sentadas en la puerta de casa en sillas de respaldo en la pared encalada. Viñedos que dan al mar. Colinas peinadas en olivos cuyos troncos milenarios forman grutas donde moran los dioses entre cagarrutas de cabra. El aceite de los ojos de Minerva ahora alimenta la putrefacción de las lámparas votivas de las ermitas. Bajo la áspera claridad de la sequía que es el rabo desollado de Alá o Jehová se extienden los frutrales y el fragot de los pinos. Todas las torrenteras agostadas tienen un ojo azul en la desembocadura. Algarrobos y avispas. Cipreses y algún pollino pensativo. Redes con olor a brea tendidas en los pequeños puertos de pescadores y sobre ellas los gatos dormidos. Infinitas dunas y frente a su línea pura la ruta de los petroleros que va posando su detritus mortal en el lecho de los delfines. Millones de lavadoras que desagüan la mitad del detergente de Europa en nuestro mar: su espuma gelatinosa también forma parte del paisaje. Los aguaceros de septiembre se llevan a los alacranes deslumbrados y dejan perfumados los mirtos y la lavanda. Por un lado está el Partenón; por otro, los beduinos.
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