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La muerte de Franco

Esta noche hará veinte años que murió el general Franco. Nada, si se cae en el fácil tópico del tango; mucho, una barbaridad, si se mide por todo lo que nos ha pasado desde entonces. Antes, hasta esa fecha, el tiempo no contaba; después, cuando los relojes volvieron a funcionar, ha corrido sin parar. En este sentido, la muerte de Franco es un acontecimiento fuerte de nuestra historia, un acontecimiento matriz, de los que marcan. una divisoria en el tiempo: hay un antes y un después de la muerte de Franco.El antes está bien presente en la memoria: Franco fue el último intento de construir un Estado sobre los rescoldos siempre avivados de una guerra; un Estado que, en sus orígenes, se basó en una pasión exterminadora y, luego, hasta su fin, en una política de exclusión y represión de una parte de la sociedad española. Fiel al origen de su poder, Franco fue durante toda su vida como el compendio de una impotencia histórica para construir un Estado capaz de dar cabida a todas las voces que emanan de una sociedad plural.

Su muerte fue un acontecimiento porque nadie pudo, después de él, mantener el viejo Estado ni edificar uno nuevo sobre una estrategia de la exclusión. No pudieron los continuistas del régimen, que por unos meses sonaron a Franco vivo en sus instituciones. Creyeron contar con complicidades suficientes para mantener congelado el tiempo y lo perdieron en el retoque de lo que no tenía reforma posible, en la remodelación de un edificio declarado en ruina. Fracasaron, desde luego, como también fracasaron quienes desde la oposición pretendieron trazar en el aire una imaginaria línea de ruptura para ocupar, llevados en volandas de una movilización popular, el lugar del que durante largas décadas habían sido excluidos.

Después de Franco, ni la reforma de sus instituciones ni la revolución pendiente eran posibles. Los que venían del régimen aprendieron que todo aquel artefacto de poder debía ser desmantelado de arriba abajo, mientras la oposición aprendía -por convicción o a la fuerza- que un nuevo sistema político no se podía construir sobre la negación del pasado, como si Franco pudiera ser borrado y fuera posible el retorno a un 14 de abril. En sólo unos meses todos aprendieron que enterrar a Franco para siempre exigía renunciar a cualquier proyecto de poder, basado en la exclusión del adversario, viniera éste de las filas del régimen o procediera de las zonas más castigadas de la oposición.

La muerte de Franco abrió así uno de los momentos más originales y creadores de nuestra historia política y, simultáneamente, uno sobre los que más gravitó el recuerdo del pasado. Tan falso es que la transición se haya realizado sobre una amnesia colectiva como que no haya llegado a su meta por un exceso de memoria: si la muerte de Franco fue matriz de historia, lo fue por el doble motivo de que nadie quedó aherrojado por los juramentos de fidelidad a su obra y, a la vez, nadie pretendió disimular, hacer como si Franco jamás hubiera existido. Por eso, siendo tan radicalmente nueva, la Constitución de 1978 parece como si fuera el compendio, esta vez exitoso de siglo y medio de historia.

¿Quiere esto decir que un resto de Franco alienta todavía, que la democracia española sufre un déficit en origen y es necesario pensar una segunda transición? No falta, quien lo diga, desde el líder de la oposición, que tituló con esa irresponsable expresión una de sus más hueras publicaciones, hasta quienes pretenden en el Gobierno desplazar la responsabilidad de sus actos hacia una presunta herencia recibida, por no hablar de los que fueron jerifaltes de sí mismos en la Junta Democrática. Pero los intereses inmediatos de la oposición y del Gobierno o los delirios presidenciales de los ex junteros no deben oscurecer un hecho sustancial: que Franco murió de doble muerte hace veinte años y que desde entonces el tiempo no ha dejado de correr ni nosotros de ser responsables de nuestra propia historia.

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