Bagatela cruel
El nombre de esta obrita -en diminutivo por su tamaño, por su engañosa condición de entretenimiento, por su provocación a una risa que se puede hacer histérica- es de origen yidis, o alemán judaico pasado al americano de la calle. En alemán original fue quetschen: estrujar, presionar. En el idioma que utiliza Berkoff -un chico judío del barrio de Stepney, en Londres, 1937séñala a alguien que se queja y llora continuamente; kvetching es presionar, exaltar siempre lo negativo. No sé por qué razón Carla Matteini (que traduce muy bien, como es costumbre y su arte) ha conservado el título original. Quizá porque ninguna otra palabra -¿ansiedad, angustia, miedo cósinico?- expresa la situación continua de los personajes.Son judíos, como el autor; dicen chistes judíos, incluso antisemitas: se temen entre sí y a los gentiles, Por tanto, es un problema universal, y los españoles -casi todos semitas de una u otra clase- generalmente sin enterarse (pero quién sabe cómo nos trabajan los genes). Lo que les pasa a estos cinco desgraciados pasa mucho por aquí: una timidez insoportable que lleva a decir lo que se quiere, a actuar en contra de uno mismo: por delicadeza, por modales.
Kvetch
De Steven Berkoff. Traducción: Carla Matteini. Intérpretes: Joaquín Kremel, Francisco Merino, Jeannine Mestre, Ana María Ventura, Abel Vitón. Escenografía y figurines: Gerardo Vera. Luces: Juan Gómez Cornejo. Dirección de escena: José Pascual. Coreografías Teatro, en el Festival de Otoño. Teatro Olimpia, 15 de noviembre de 1995.
Berkoff ha estado en España hace unos días, como intérprete y director de una Salomé de lenta y cansada maravilla; se le tiene en la memoria por La naranja mecánica o por Barry Lindon, y es un personaje (o actúa, escribe, dirige como si lo fuera) morboso, refinado, cruel. Este Kvetch es, sobre todo, el miedo a vivir, dado que es absolutamente peligroso: uno prefiere morirse cuando se sufre una situación ridícula de la que no se puede salir (se comienza a contar un chiste, se gana al auditorio y, de pronto, se olvida la palabra final, donde está toda la clave) y resulta que es mejor morirse. Las cinco personas, que se enredan en las pequeñas situaciones domésticas están continuamente sin salida (al final hay el esbozo de una, y no segura, al menos para dos de los personajes: me la callo, por si alguien todavía se sostiene por la curiosidad o la intriga para ir al teatro: no hay qué desperdiciar a nadie) y el sistema es que dicen lo que piensan en apartes sin dejar de hablar para los otros.
No son, claro, los apartes del viejo teatro europeo, en los que el personaje se adelantaba o se asomaba entre cajas y se dirigía al público con un guiño. Ya no hace falta esa sintaxis. El lenguaje es continuo, la voz es la misma y, sin embargo, se desdobla entre pensar y comunicar. No es sólo obra del autor, sino de los cinco excelentes actores que intervienen, y en la creación de sus tipos: el de Jeannine Mestre o el de Kremel, los de Paco Merino, Abel Viton o Ana María Ventura. Esta tremenda bagatela, esta farsa neurótica, funciona con todos y funciona con todos los espectadores. Muchas de las risas vienen de la necesidad de espantar de uno mismo al personaje en que se puede reconocer, de echarlo fuera, expelerlo. Pero a cada uno le está esperando otra vez en la plaza de Lavapiés, como puede estar en Broadway o en Picadilly.
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