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Reportaje:PLAZA MENOR: CASTELAR

Oratoria de piedra

Congelado el ademán, hecho bronce su arrebato postrero, Emilio Castelar, el gran tribuno, perora, silencioso para siempre, ante la asamblea bulliciosa e indiferente de los automóviles en una encrucijada de la Castellana, rodeado de símbolos que esculpieron su florida oratoria en el definitivo escaño que labró Mariano Benlliure y costeó la suscripción popular, coronado por la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad, apretujadas en la cúspide, desnudas y expuestas a la intemperie de los siglos.El monumento a Castelar es tan retórico como lo fue su verbo, enrevesado de formas y figuras como las que hoy le arropan y le glosan en este cenotafio cuya estética deploraron siempre los puristas, partidarios de una sobriedad de líneas que no hubiera cuadrado con la torrencial y serpenteante fluidez de su verbo. A espaldas del tribuno monta etérea guardia un veterano soldado al pie del cañón; so bre su cabeza, una estela anima a los esclavos a la rebelión y les ofrece una patria igualitaria.

El abigarrado monolito cumple funciones de guardia de tráfico en la rotonda central de la plaza que parte los bulevares abandonados de la Castellana, setos descuidados y losas desvencijadas. En el contorno de la glorieta se encastillan las sedes de numerosas y multinacionales compañías de seguros, los firmes y consolidados muros de la última prisión del político republicano, del fogoso y romántico, ampuloso y tempestuoso orador, cuyo discurso, con ecos de Víctor Hugo y Chateaubriand, caló profundamente en el pueblo de Madrid, que siempre amó la retórica y la prosopopeya más que el lenguaje llano, que por su condición hubiera parecido más propicio, y se dejó en volver y subyugar por su enardecida prosa parlamentaria.

El pueblo de Madrid, dispuesto a hacer la revolución callejera y espontánea y arramblar con la monarquía de Isabel II para que le devolvieran al prócer su Cátedra de Historia en la Universidad.

Sólo la diosa Cibeles pudo desplazar con su leonado carruaje a Castelar de su plaza y llevárselo Castellana arriba. La plaza de Cibeles se llamó de Castelar durante un tiempo. Feliz conjunción, pues el tribuno había cantado con su peculiar estrofa las glorias de esta fuente lustral: "Sobre su carro tendida y de su castillo coronada, con sus leones delante. La gallardísima estatua de Cibeles, a cuyo pie fluye la mejor agua del mundo".

La glorieta de Castelar es una isla más del archipiélago lineal que remansa el cauce seco de la Castellana, que es paseo y no avenida, y tomó el nombre de una fuente famosa y desaparecida. El gran río que le falta a Madrid debía estar aquí, pero que dan sus márgenes, la orilla izquierda, y la derecha, que parten por el eje la ciudad. En el paseo de la Castellana, decía Ramón Gómez de la Serna, sólo se sientan por derecho propio los que tienen un destino seguro, en cuyas páginas ya está escrito todo: "Los esponsales, los bautizos y hasta los cargos oficiales que disfrutarán los hijos". Corren malos tiempos para los destinos seguros y son pocos los que toman asiento en sus bancos, hasta que llega el verano y florecen las bulliciosas terrazas nocturnas donde se solazan en permanente bacanal los herederos de los jóvenes paseantes que citaba Ramón- "Los jóvenes de la Castellana son jóvenes de perro lobo y de hermanas elegantes. Todos llevan pulsera y flecha en los calcetines. Con sus finos juncos se arrean a veces una pierna".

Los esclavos, citados y llamados a la rebelión en el monumento a Castelar, no suelen frecuentar estos contornos porque, volvemos a Ramón, "la Castellana es un paseo para los que no tienen ninguna preocupación. Es el paseo sosegado para esos orondos fabricantes de puros, cuya efigie aparece en las mejores cajas de habanos rodeados de medallas de oro". Hoy, bajo los auspicios del enorme orador, del gran tribuno decimonónico, se reúnen, en un destartalado quiosco, aún no contaminado de diseño, esclavos atados a la cadena de sus ciclomotores, los arriesgados y jóvenes mensajeros del correo rápido que apilan sus frágiles monturas en la acera y comentan las incidencias del tráfico urbano y sus osadas excursiones en el laberinto callejero a media mañana. Por la noche, los clientes de los hoteles de lujo se ocultan en las sombras y buscan discreto refugio en bares elegantes y venéreos, restaurantes y marisquerías dispersos por la zona.

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Esta noche, en una cervecería cercana al monumento, se concentra un grupo de universitarios captados por un anuncio en el Segundamano que ofrecía por 6.500 pesetas gran cena oriental, barra libre, espectáculo y contactos con distinguidas señotitas solteras, señoritas demasiado preocupadas, para el gusto de la joven y desconfiada clientela, por saber si han abonado previamente la cuota marcada para acceder al presunto banquete mientras aparecen las primeras fuentes de ensaladas y cordero y los músicos orientales afinan sus instrumentos.

Algunos toman la puerta con disimulo diciendo que la cena les huele a chamusquina y lamentando las cantidades abonadas a cuenta en las arcas de los avispados mentores del contubernio.

Castelar continúa impertérrito su discurso de bronce, que corean las bocinas de los automóviles durante todo el día, su discurso eterno a espaldas de la Embajada de Estados Unidos, sorda a sus proclamas libertarias. La embajada se alza sobre los terrenos de la antigua residencia de Cánovas del Castillo, que ocupase luego la marquesa de Argüelles, antes de que el progreso abatiera las mansiones y los palacetes que dieron fama y lustre a esta prolongación de la urbe que hoy culmina en los soberbios; rascacielos de Azca.

La Castellana es cómputo y resumen de siglos de historia madrileña, de Atocha a la plaza de Castilla, los sucesivos paseos de la Corte, el Prado galante y artístico, el Recoletos culto y bohemio, el Madrid burgués y diplomático, la urbe funcionarial de los Nuevos Ministerios y la ciudadela bancaria, negociante y altiva de las moles de Azca, con sus pasajes subterráneos y nocturnos.

Castelar es un hito, un mojón a caballo de dos siglos que da la espalda al progreso de las nuevas arquitecturas y mira hacia la Cibeles, diosa nutricia y ubérrima, como su verbo, que los madrileños hicieron sinónimo de la más excelsa oratoria acuñando la frase "hablar como un Castelar", generosamente aplicada a cualquier charlatán de feria. Hoy, cuando la retórica parlamentaria vuela rasante, sin fuerza y sin ideas, el aliento de bronce del político gaditano, manumitidor de escvitudes y presidente eventual de una eventual república, sigue tronando desde su sitial de la Castellana.

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