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¿Es que se han vuelto locos?

Veraneé en la Costa del Sol durante el mes de julio, cuando el estío se despereza. Los días eran tan largos como si la vida no hubiera de acabarse nunca; días de risas y esperanza, aunque ésta se marchitara un poco por los problemas derivados de la escasez de agua. El suministro resultaba errático, impredecible, aunque las más de las veces el preciado líquido llegase a eso de las ocho de la mañana para abandonamos a las diez, las once, las doce, la una... A veces regresaba a última hora de la tarde. Otras, no. Su advenimiento era acogido por las tuberías con ruido de retortijones. Más lírica resultaba la música de su marcha, pues entonces ellas, las tuberías, se ponían a cantar como cigarras. Y era una canción triste, en realidad apocalíptica, pero nos reconfortaba un poco porque este año las auténticas cigarras no comparecieron. Hasta ellas, tan patrióticas, es decir, tan de secano, habían emigrado en pos de los humedales. Y lo cierto es que las estresadas tuberías lo hacían bastante bien: ya digo que su lamento, paradójicamente, nos consolaba.Sin embargo, abundaban las razones para el desconsuelo. Secábanse los jardines, sedientos, y hasta el campito de golf, el último gran mimado, fue amarilleando a medida que avanzaba el mes y hasta se quedó calvorota, el pobre, por uno de sus extremos. El agua de la piscinilla no se renovaba jamás, ni tampoco podíamos ducharnos después, así que los niños se cogían sarpullidos; los mayores, otitis y qué sé yo. Si bajábamos a la playa y el agua doméstica nos había abandonado a la vuelta, nos íbamos a la cama rebozados en arena y sal, como incómodas croquetas. Y si ejercitábamos nuestras funciones fisiológicas, que a veces no hay más remedio, nos acostábamos anonadados, además, por lo bajo y maloliente de nuestra ' condición humana. Pero éstas eran sólo, al fin y a la postre, pequeñas cuitas burguesas, porque en otros lugares de España se estaban viviendo tragedias mucho más gordas: un día nos encontramos a José Manuel, el hijo del gran Juanito de Baeza, rey del aceite, y nos contó que en Jaén se estaban muriendo los olivos. No sólo la cosecha, sino los árboles,, millones de árboles. Una noche cené con un amigo bodeguero del Marco de Jerez, que me contó otro doomsday similar, relativo a las más augustas cepas de España. Ante esta catástrofe, el hecho de que se secaran los campos de golf y los jardines de la costa parecía una trivialidad, una tontuna.

Regresé a Madrid el 1 de agosto tan concienciado sobre el problema de la sequía como esos señores de Forges que reptan, incansables, por los desiertos del planeta. Me encantó que no hubiera restricciones, ducharme a gusto, recuperar el agua, olvidarme de que somos polvo (y un poco de caca) y en polvo nos convertiremos. Y es que Madrid, en agosto y con agua, Baden-Baden, ya se sabe. Pero pronto comencé a asombrarme primero, a alarmarme enseguida, a indignarme poco después. Y es que aquí no es sólo que no se tuviera,- al parecer, conciencia alguna de la escasez, sino que se derrochaba a mansalva. Veamos: los parterres antaño herbáceos de mi calle, convertidos en tierra seca y apelmazada hace ya tres años, habían sido repoblados con hierba y palitroques bajo la canícula de julio. Los resultados, obviamente, no resultaban muy vistosos, pero ahí estaban los señores vestidos de verde derrochando litros y litros de agua a diario sobre tan parca plantación.

Y luego, a medida que ampliaba mis periplos por la ciudad, iba descubriendo más y más motivos para el horror, desde el parterre central de la Castellana, ante los Nuevos Ministerios, regado tan profusamente que el agua rebasa y rebosa durante horas sobre el asfalto, con grave riesgo para los motoristas que por allí circulan; hasta la amenazada Dehesa de la Villa, que no es ni siquiera un parque, sino un trocito de campo milagrosamente supérstite sobre el que este verano, por primera vez, se han derrochado toneladas de agua. Se riega sin pudor, y digo esto porque, antes del estío, merodeaban por mi barrio las cisternas de presunta "agua reciclada" del Ayuntamiento... aunque repostaran descaradamente en la boca de riego de enfrente. Ahora, ni disimulo ni nada (que se lo pregunten al parque de Berlín de día, o a la calle del Comandante Zorita de noche). ¿Qué ha sucedido aquí? ¿Hemos heredado? ¿De quién? ¿Alguna pitonisa ha vaticinado a nuestros ediles lluvias ubérrimas? ¿O es, sencillamente, que se han vuelto locos?

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