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Tribuna
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Un filósofo de la vida

"La herencia de algunos hombres no va precedida de ningún testamento", dijo una vez René Char. El que nos deja ahora Gilles Deleuze es inmenso y como toda obra profunda y compleja a la vez, será sin duda la intimidad del tiempo quien se encargue de poner la última palabra sobre todo aquello que para nuestra inteligencia del mundo nos precedió con todos los demás. Pero una cosa es segura: la filosofía de Deleuze, su estilo de haber hecho de la filosofía una fuerza vital del pensamiento quizá logre que, más tarde cuando ya no estemos nosotros, la comprensión del mundo sea mejor, más cierta, todavía más cerca de ese lugar que desde hace milenios los hombres se obstinan en llamar extrañamente el espíritu.Deleuze ha marcado la historia de la filosofía en este final de siglo con una vitalidad y lucidez incomparables. Último de los grandes filósofos en morir, la singular personalidad que deja en su obra permitirá sin duda a las nuevas generaciones concebir y apropiarse lo que significa hacer de la filosofía un modo de vida o de la vida una manera de entender la filosofía.

"Un día el siglo devendrá deleuziano ", profetizó Michel Foucault. Quizá un modo de expresar que, para las almas alertas y que no se dejan encantar por las sirenas del fin del mundo, el cinismo, o la perversión nihilista que periódicamente intentan destruir las adquisiciones del pensamiento, habrá que volver una y otra vez a su obra, a las múltiples oberturas que contienen sus libros como partituras musicales de la experiencia. Y leer y volver a leer a este filósofo con el fin de reanudar la crítica, reinventar la creación, descubrir nuevas formas de decir lo que significa contar una historia de amor a través de una idea.

En su último libro El exhausto, en el que rinde un homenaje a Beckett (a lo largo de su vida y en su trabajo Deleuze siempre se sintió más próximo a los artistas que a los filósofos) refiriéndose a una finalidad dice: "La música de Beethoven es inseparable de una conversión al silencio, de una tendencia a la abolición en los vacíos que ella conecta, a los devenires que ella implica". Vivir, vino a decirnos, es elevar la persona al estado indefinido de una singularidad y el arte a la potencia de lo impersonal. Allí, por ejemplo, donde la pura posibilidad de la sonrisa está en los ojos antes de mirar y de juzgar cualquier cosa.

Gilles Deleuze ha inventado una filosofía de la práctica, avanzando la inmanencia contra la trascendencia, la singularidad de lo imperceptible contra la fenomenología de los hechos, la intensidad de la emoción contra la interpretación de los signos aparentes de toda representación.

Tuvo la audacia de unir la sabiduría ética de Spinoza o la buena distancia entre los afectos y las cosas y el furor estimulante de Nietzsche, ese carácter intempestivo y espontáneo de querer ir siempre más lejos en el ser cuando dice sí.

Filósofo del devenir, de lo imprevisible, de la sensación asociada a una práctica efectivamente útil para transformarIos sentimientos tristes en alegres y los alegres en posibles. Filósofo deliberadamente minoritario (siempre detestó los debates públicos, las discusiones, las confesiones notorias de los intelectuales arrepentidos), púdico sin ser estoico, afable siendo discreto, enamorado de la amistad, de la literatura anglosajona, de la pintura, de una topología de los espacios imbricados a través de conexiones heterogéneas, del carácter irreductible del logos a cualquier técnica de la comunicación lingüística, investigador de una velocidad folle (enloquecida) que anticipa la máxima quietud en la reflexión.

La verdad para él sólo tenía sentido en el tiempo y sobre el tiempo si "su búsqueda es la aventura propia de lo involuntario. El pensamiento no es nada sin algo que fuerce a pensar, sin algo que lo violente. Mucho más importante que el pensamiento es 'lo que da a pensar'; mucho más importante que el filósofo, el poeta", dice Deleuze en Proust y los signos.

Ni preceptor moral de una existencia míticamente libre (Sartre), ni historiador de la virtud en los procedimientos epistemológicos y a menudo escolásticos de las ciencias humanas (Foucault), ni metafísico de una ausencia inconsolable (Lacan), Deleuze quería, como el pintor o el músico pero sirviéndose de los conceptos, crear nuevas maneras de percibir, y en realidad, crearlas. En suma, la historia está por venir. Debemos inventarla.

Deleuze nunca pensó que lo mejor que hay en los acontecimientos surgiera a partir de las escuelas o de las teorías. Nunca se cansó de repetirlo: la filosofía es estilo, el arte es estilo, y el estilo es impersonal, la verdad de un cuerpo sin órganos que, sin embargo, va hasta el final del poder de lo que desea. A Deleuze no le gustaba hablar. En La literatura y la vida dice: "¿La vergüenza de ser un hombre no es el mejor motivo para escribir?".

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