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Tribuna
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El último despeñado

Jesús Ferrero

A finales de la década de los setenta nadie sospecha que la última escuela del pensamiento francés iba a ser tan trágica. En. mayor o menor grado, todos sus representantes. habían estado obsesionados con la locura: piedra de toque a partir de la cual organizaron su reflexión sobre el hombre, sobre ese hombre que "era el descubrimientos reciénte", según le decía Foucault a su amigo Althusser, cuando le iba a visitar al Manicomio de Sainte-Anne. Recuerdo los años 1978 y 1979, cuando asistía con asiduidad a las clases y seminarios de Barthes, Lacan, Foucault y Deleuze. En París se vivía en plena posmodernidad, y todas esas modas, usos y abusos que caracterizaron el Madrid de la movida eran los que caracterizaban ya la vida parisina de esos años. Liberado del rigor del marxismo, la angustia del existencialismo y los dogmas de Freud, el pensamiento francés, que de pronto recobraba, casi de manera inesperada, las fuentes greco-romanas de una cierta sapientia, así como lo mejor del pensamiento de Nietzsche, estaba enrolado en una aventura más bien desconcertante, que parecía muy viva pero que carecía de horizonte, pues se agotaba en su propia locura endogámica. En su célebre Historia de la locura, Foucault decía que la locura empieza con la vejez del mundo, y que cada rostro que la locura adopta en el curso del tiempo habla de las formas y la verdad de esa corrupción. La escuela de París a la que me refiero, y de la que Gilles Deleuze fue uno de sus más genuinos representantes, estuvo profundamente marcada por la locura, y representaba y representa, desde muchos aspectos, la vejez de nuestro mundo, por eso fue una escuela que exploró como pocas la forma y la verdad de nuestra corrupción. Para mí todo empezó con la muerte de Barthes. El 25 de febrero de 1980, una camioneta lo atropelló en la Rue des Écoles, tras haber almorzado con el aspirante a la presidencia de la república: un tal François Mitterrand.El accidente no parecía grave, pero un mes después Barthes falleció en el hospital, por falta de defensas. Algunos años antes, Barthes había dicho en su primera clase en el Colegio de Francia que había que "desaprender lo aprendido y dejarse llevar por el curso imprevisible que nos impone el olvido...". Curiosamente, en su último año de vida estaba llevando a cabo ese radical proyecto. Él, que había sido un buen gastronómo, se dedicaba en sus últimos tiempos a comer pan untado con mierda y rociado con orín. De la gastronomía estaba pasando a la escatología pura y dura: estaba regresando a no se sabe qué estadios infantiles; estaba desaprendiendo radicalmente lo aprendido, procurando que no se enterase casi nadie, pues le atormentaba escandalizar al personal y le horrorizaban la histeria y todas sus secuelas.

Y no deja de ser curioso que al final de sus Fragmentos de un discurso amoroso, aseguraba que "la verdad sería lo que, suprimido, no dejaría ya al descubierto sino la muerte, pues la vida no valdría la pena de ser vivida", y añado yo: la vida no valdría la pena de ser conocida, pues ya se estarían tocando sus fondos más vacíos, y más inhóspitos; más reducidos, a fragmentos, a heces, a silencio.

El mismo año en que fallece Barthes, muere también Sartre, y Nikos Poulantzas se arroja desde el piso 22 de la torre de Montparnasse, tras haberse convertido en un hombre de ninguna parte, solo, sin amigos y sin alumnos. Y por si fuera poco, no mucho después Althusser estrangula a su mujer en su apartamento de la Escuela Normal Superior. Y como si se tratara de un vendaval de muerte abatiéndose sobre una única escuela, tres años después muere Foucault, víctima del sida. Ya entonces, Foucault era acusado de entregarse a prácticas sadomasoquistas. ¿Era tan grave? Pues no, porque como él mismo le dijo a alguien un año antes de morirse "ciertos animales ritualizan la violencia, y por eso sus disputas rara vez dejan de ser una escaramuza, comportamiento que los coloca por encima de los humanos. Si el hombre fuese capaz de ritualizar la violencia, muchas guerras estarían de sobra".

Al final de sus vidas, Foulcault sustituyó la gymnasia sadomasoquista por la gymnasia de la meditación estoica, llegando a una rara estirilización de la existencia muy valorada por su amigo Gilles Deleuze. Pero su muerte, como las anteriores, no dejó de tener un cierto carácter de despeñamiento: de despeñamiento de la vida y despeñamiento de las ideas. Y ahora llega el último de los despeñados que ha elegido la misma muerte que Poulantzas: el suicidio por precipitación al vacío, que implica tocar brutalmente la tierra, estrellarse contra ella. Deleuze estaba enfermo desde hacía tiempo, pero había sido siempre un filósofo alegre, tierno e inventivo. Sus clases eran así: alegres, suaves, inventivas; y ahora se precipita como Nikos... ¿Por qué? Seguro que hay muchas razones, pero ahora no me importan; lo único que ahora me importa es la sospecha de que el infierno vivido por la escuela de París pertenece en realidad al porvenir. La forma y la verdad de su corrupción es la forma y la verdad de nuestra corrupción, y su locura es la locura de nuestra misma cultura, claustrofóbica y sin ventanas, esperándonos a la vuelta de la esquina.

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