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Tribuna
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Quebec, capital Budapest

¿Qué tendrá Austria-Hungría que me la bendicen? En su incesante búsqueda de la cesárea indolora, del parto nacional con terapia de grupo para que no se enteren ni la madre ni el niño, el nacionalismo quebeqúes, tan someramente derrotado que lo suyo parece más una victoria, había inventando una separa ción de Canadá poco menos que a la húngara.El líder separatista en el Parlamento federal de Ottawa, Lucien Bouchard, había ideado una independencia sin separación real, a diferencia de otros nacionalismos europeos que en lo que piensan es en la separación real sin independencia política. El modelo para unos y otros se llama, en cualquier caso, mucho más el imperio austro-húngaro que la Unión Europea.

La soberanía que habría obtenido, verosímilmente, Quebec, de haber sacado el 25.000 o 30.000 votos más, partía del mantenimiento de una cierta unidad de mercado, de una misma moneda, el dólar canadiense, de algún tipo de apara to diplomático compartido o común, y, hasta que se planteara el establecimiento de una república en Montreal, una jefatura de Estado también a medias, la de Isabel Il de Inglaterra. Para coronar todo ello se añadía una Dieta o Parlamento bilateral formado por representantes de ambos países, Canadá -o lo que quedara de él- y Quebec, que dirimieran diferencias, acordaran cuestiones y organizaran, en suma, la convivencia separada.

En 1867, con el Ausgleich, el imperio austriaco de Francisco José trataba de acomodar a la belicosa Hungría, transformándose en austro-húngaro, la llamada monarquía dual, por la que el soberano era emperador en Viena y rey en Budapest.

Esa extraordinaria kakania de Musil (kaiserlich und königlich, imperial y real) tenía un solo soberano, dos capitales, Viena y Budapest, todo tipo de instituciones nacionales separadas, y tres ministerios comunes: hacienda, exteriores y defensa, más una dieta de 60 representantes por nacionalidad para pactarlo todo, con cláusula de revisión a estudiar cada 10 años, que era como el referéndum que convocan tan asiduamente los quebequeses.

El parecido entre los dos casos es notable, a salvo de las disposiciones a adoptar para la constitución de un ejército quebequés que, en cualquier caso, habría siempre tenido la OTAN como punto de reunión con las fuerzas armadas neo-canadienses.

Canadá ha existido desde su fundación oficial en 1867 como territorio británico con instituciones autónomas, un tanto a la contra. Sus habitantes eran mayoritariamente los ingleses que no se quisieron sumar a la algarada independentista de las 13 provincias que hoy se llaman Estados Unidos. Eran monárquicos, comerciantes, funcionarios, apacibles servidores de la corona que deseaban cualquier cosa menos llamar la atención. El frío por el norte y la pujanza de los padres fundadores por el sur, les hacían aconsejable buscar el refugio en la corte de Saint James para seguir no siendo norteamericanos de Washington.

Pero acontece que en su seno tenían a otro pueblo, los franceses, que perdieron su vínculo con París al término de la derrota de Montcalm ante Wolfe en 1763 (guerra de los siete años), que se definían también por no querer ser lo que tenían alrededor. La historia de Quebec hacia una secesión, que hoy se ve en un mundo sin enemigo exterior, la Unión Soviética, más cerca que nunca, ha sido en las últimas dos décadas la de una fórmula mágica para salir sin cruzar el umbral, o para cruzar el umbral sin irse realmente.

Para ello el modelo austro-húngaro resulta un más que apropiado sinapismo.

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