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El arte 'didáctico' de las dictaduras se exhibe en Londres a través de 500 obras

La exposición 'Arte y Poder' recoge también obras antifranquistas de Picasso y Miró

No hay huella en los esmerados bocetos del Palazzo del Littorio de la tragedia que ocultaba el grandilocuente régimen de Benito Mussolini. Tampoco tras la triunfal escultura de Mukhina, Obrero industrial ycampesina, se adivina el drama de la más tarde fracasada revolución soviética. El arte europeo bajo las grandes dictaduras, entre los cruciales años de 1930 a 1945 tenía otra misión: servir como vehículo propagandístico de las bondades de esos regímenes. En Arte y Poder, una muestra de 500 obras del arte europeo bajo el totalitarismo inaugurada ayer en la Hayward Gallery de Londres, el dolor sólo se palpa en las crudas imágenes de la guerra civil española de Picasso, Miró o Renau.

Organizada por el Consejo de Europa, que ha estado debatiendo durante ocho largos años sobre el mejor momento, el mejor lugar y la mejor selección de arte, la exposición trae inevitablemente a la mente del visitante el drama de la antigua Yugoslavia. Pisar las inhóspitas salas de la Galería Hayward es recordar, -y esa es también, la intención de la exposición, según uno de los representantes del organismo europeo- que la división racial, la violencia y la guerra, no están precisamente alejadas del plácido panorama de una Europa rica y desarrollada.La muestra, que llegará en febrero a Barcelona antes de viajar a Berlín, se presenta como un curioso paseo a través de cuatro capitales de la cultura en aquellos tumultuosos años treinta y cuarenta: París, Roma, Berlín y Moscú. Y es precisamente en París, la ciudad que acogió en 1937 una singular Exposición Universal, donde le asaltan al visitante las tremendas imágenes de la contienda española, algunas de ellas cedidas por el Museo Nacional Reina Soria de Madrid.

La República echó el resto en el Pabellón Español repleto de sobrecogedores cuadros de Joan Miró -el inconfundible y mil veces reproducido Aidez L'Espagne, entre ellos-, Pablo Picasso, Josep Renau, o el nunca exhibido mural realizado expresamente para la exposición por Josep Lluís Sert. El arte ofreció todo su poder a la República aunque sin otro resultado que conmover a la intelectualidad internacional. Al lado de los brutales ataques estéticos bando nacional que representan los dibujos de Francisco Mateos o de Horacio Ferrer, la propaganda franquista, que, por cierto, encontró acomodo en el pabellón del Vaticano durante la gran muestra, resulta considerablemente pobre. Apenas unos pocos carteles triunfales y una gran obra, el Valle de los Caídos.

Nada hay en el resto de la exposición, integrada por, 500 obras, capaz de igualar el dramatismo que, desgraciadamente para los españoles, alcanzó la guerra civil. El arte italiano bajo la dictadura de Benito Mussolini resulta un prodigio de concordia y armonia. Primero porque la penetración del fascismo fue lenta y paulatina y, después, porque, como justamente se indica en la información que acompaña a la muestra, porque la mayoría de los artistas italianos se cobijaron con relativa tranquilidad bajo la bandera mussoliniana. La romanización estética del país se consumó como un episodio -desgraciado, eso sí- más en una larga historia de acontemientos de variado signo. Las obras de Mario Sironi, Arturo Martini o Renato Guttuso, destilan armonía y lanzan, un mensaje grandilocuente que tampoco resulta del todo creíble.

Por lo demás, fascistas, nazis y estalinistas tenían una común percepción de la belleza: líneas puras, rectas, y una idea de gigantismo destinado indudablemente a apabullar a las masas. Recorriendo la sala de la Hayward dedicada al arte de la Unión Soviética se comprende por qué los pinceles de un postimpresionista como Pavel Filonov no podían ajustarse a los deseos utilitarios de Josef Stalin. Ni siquiera su retrato del dictador, del gran constructor de la Unión Soviética, del inventor de los Planes Quinquenales, resulta convincente. Stalin aparece como un sujeto anodino de mirada muy poco singular. Muy lejos de la resuelta, enérgica imagen que muestra de él Izaak Brodsky en 1937.

Junto a la sala dedicada al arte racial de la Alemania nazi repleta de bocetos de grandes obras, arquitectónicas y esculturas del más puro estilo figurativo, los organizadores, han hecho un hueco para la irreverente presencia de un John Heartfield, con sus carteles satíricos sobre los grandes dictadores del momento. Un poco más lejos, el Autorretrato del artista degenerado, pintado por Oskar Kokoschka en 1937, viene a servir de contrapunto a tan abrumadora exhibición de corrección política.

Una pregunta circulaba ayer por los pasillos de la Hayward Gallery, ¿Por qué Londres, la capital menos implicada en los devastadores acontemientos?. Uno de los representantes del Consejo de Europa justificó la elección por el carácter neutral de la ciudad.

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