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Quién imita a quién

El nuevo juicio de la colza ha suscitado el recuerdo de la actitud desaforada de los socialistas contra el gobierno de UCD cuando se inició el drama. Según los más críticos, el acoso de los socialistas a partir de 1980 no sólo fue implacable sino irresponsable: creó el clima de deslegitimación en el que germinarían las tramas golpistas. Ese comportamiento de ayer desautorizaría las quejas de González contra los excesos de Aznar o Anguita hoy.¿Fue irresponsable la oposición socialista? Hay motivos para pensarlo. El de la colza culpando a los ministros prácticamente de haber envenenado a la población es un buen ejemplo, pero más grave fue, por ejemplo, la movilización de los agravios comparativos en relación a la autonomía andaluza, que acabaría hipotecando la racionalidad del proceso autonómico. No sería justo, sin embargo, desconocer el atenuante de que muchos antifranquistas compartían la convicción de que para culminar el proceso democrático era preciso pasar cuanto antes la página de Suárez: algunas de las injusticias cometidas con él (y con su sucesor, Calvo Sotelo) fueron en parte el resultado del comprensible deseo de romper una continuidad que prolongaba el déficit de legitimidad de un presidente que había vencido desde la instalación previa en el poder: a Suárez lo había designado el Rey, y a éste, Franco.

Según la teorización de su experiencia que hizo el pro pio Calvo Sotelo, la prueba que le falta por pasar a la de mocracia española para alcanzar la madurez es que el primer partido de la oposición haya estado antes en el gobierno. La idea implícita es que esa condición hará a la oposición más comprensiva con las dificultades del poder: sabrá de primera mano que las cosas son con frecuencia más complicadas de lo que parecen, y que a veces hay que tomar decisiones tan necesarias como difícilmente explica bles en público. De acuerdo con esa intuición -y con las ideas que Miguel Herrero lleva años predicando en el desierto- un sistema democrático adulto sería aquel en el que la competencia entre los principales partidos fuera compatible con la recíproca aceptación de la honestidad básica del rival y el reconocimiento de que ambos comparten unos valores comunes.

Que los socialistas fueran unos irresponsables contra Suárez invitaría a evitar repetir sus errores, y no a imitarlos. (Pero, al parecer, el de imitación es un impulso casi irresistible. Es lo que sostiene el antropólogo René Girard, famoso autor de obras como "La violencia y lo sagrado" y últimamente "Los fuegos de la envidia", en las que desarrolla su teoría del deseo mimético. Según Girard, sólo se desea y aprecia aquello que es deseado por el otro, es decir, el rival. Pero querer algo porque el otro lo desea equivale a querer ser ese otro, y la afirmación orgullosa frente a él de la propia identidad esconde casi siempre el deseo inconsciente de imitarlo). La línea de Anguita -que sobre todo se imita a sí mismo- parece inspirada por la seguridad de que nunca tendrá que aplicarla desde el poder. Pero la desplegada por Aznar aspira a propiciar su instalación en la presidencia ocupada por González, y por eso resulta tan llamativa su incapacidad casi metafísica para ponerse en el lugar del otro.

Aunque éste es un criterio muy subjetivo, hay argumentos para sostener que nunca llegaron González y Guerra a los límites de desprecio y crueldad alcanzados por Aznar y Álvarez Cascos contra su rival. (Pero también sostiene Girard que el descubrimiento de su identidad por todo grupo humano está intimamente relacionada con la identifica ción de un enemigo, el chivo expiatorio, contra el que canalizar la agresividad interna del propio grupo. "El final de un ciclo", explica en su último libro, "señala el comienzo de otro y la muerte administrada unánimemente transforma la fuerza destructora de la rivalidad mimética en una fuerza constructiva, la de la mímesis sacrificial, que reproduce periódicamente la violencia original").

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