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Crítica:TEATRO
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Parodia de una parodia

Martes de carnaval es escalofriante: ahí está España, ahí estamos todos. A unos setenta años de vida (entre 1922 y 1927), estas parodias de la parodia que es nuestra vida histórica sangran.Las cuatro obras que forman esta colección son las que, con Luces de bohemia -para mí, la mejor obra del teatro, español de todos los tiempos-, se consideran como el esperpento. La unidad entre ellas es inmaterial: de espíritu, de coraje, de dolorosísima burla. El autor las recogió en un volumen en 1930, quizá por conveniencia editorial. No han dejado de representarse salvo cuando han estado prohibidas por los dictadores -uno de ellos; Primo de Rivera, es personaje caricaturesco de la tetralogía-; dicen que es la primera vez que se dan juntas, en una larga sesión, y no me extraña: no están hechas para eso. Pero también me dicen que este conjunto se dio, entero, en la república en guerra: no me da tiempo de comprobarlo.

Martes de carnaval

Autor: Ramón María del Valle-Inclán. Intérpretes: Dorotea Barcena, Mercé Pons, Adolfo Fernández, Walter Vidarte, Manuel de Benito, Miguel Palenzuela, Pilar Bardem, Camilo Rodríguez, Ricardo Moya, Mare Martínez, Pep Sais, Pepón Nieto, Vicenta Ndongo, Lola Manzano, Manuel Carlos Lillo, Juan José Otegui, Vicente Diez, Gloría Muñoz, Dora Santacreu, Lola Peno, José María Escuer, Vicente Gisbert, Sandra Rodríguez, Sheila-González, Alfonso del Real, María Pujalte, José Antonio Gallego; Fernando Rodríguez, Ángel Burgos, Román Sánchez. Montaje musical: José Antonio, Gutiérrez. Iluminación: Juan G. Comejo. Vestuario: María Araujo. Escenografía: Alfons Flores. Dirección: Mario Gas. Teatro María Guerrero, del Centro Dramático Nacional, 10 de octubre de 1995.

Oídas así, aterran: quizá, no tanto como leídas. Se decía entonces que el teatro de Valle era irrepresentable: parte de este tabú permanece después de tantas representaciones, después de esta misma. Hoy ayudan a verlo algunas ventajas de la técnica, y algunas de la evolución del espectador: de su capacidad de recepción, de la educación que ha hecho en nosotros el cine, la televisión. Mario Gas, que dirige el conjunto ha ido hacia el cine en la última de las obras, La hija del capitán (sobre el suceso del crimen del capitán Sánchez), de 1927 (la úItima, también, de don Ramón para el teatro): está bien. Y bien interpretada. No tanto la primera, Las galas del difunto, quizá porque el director ha añadido esperpento al esperpento, y hay un cierto griterío. La más simple, ¿Para cuándo las relaciones diplomáticas?, colocada al principio de la segunda parte, es un diálogo en el que la parodia parece llevarse al gran, periódico de la derecha: los personajes serían don Torcuato Luca de Tena y Azorín (Don Serenín). La más vista, la mas difícil, la más dura quizá -con menos truculencia que otras, sin embargo- es Los cuernos de Don Friolera, que contiene un diálogo famoso en la historia de la literatura contemporánea, en el que uno de los personajes (Don Estrafalario) podría ser el propio Valle: es el fundamento del esperpento, su estética; el repudio a un casticismo y una tradición. Por señalar un intérprete entre los treinta de este difícil reparto, Juan José Otegui es enteramente admirable en el infeliz teniente. Mejor no señalar dónde están los que simbolizan lo peor. No merece la pena. Pero los hay.

Todo ello tiene una importancia relativa: el decorado ambulante que pasea por el escenario, los pequeños inventos de dirección, la estética genéral. Lo grande es el texto, la ideación, la palabra. A veces desmesurada: otras, sainetesca -lógicamente, Valle era un admirador- de Arniches-; no siempre fácil de comprender por el empobrecimiento del vocabulario de uso, y por la derivación del argot y del habla rufianesca. Pero siempre está el hallazgo de la palabra justa. Es inútil tratar, por mi parte, de descubrir a Valle, como lo es también por parte del director: pero para algunas generaciones esta tetralogía sí puede ser un descubrimiento y para otras un placer político y estético. Y la desazón de que no hemos salido, ni quizá salgamos nunca, del esperpento.

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