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El adiós más sereno a Anabel Segura

José Manuel Romero

Los restos de Anabel Segura, asesinada el 12 de abril de 1993, fueron enterrados ayer a las 13.40 en el cementerio de Nuestra Señora de la Paz, de Alcobendas. Las 200 personas allí presentes, entre vecinos y curiosos, aplaudieron al ver el féretro, que apareció a hombros de los primos de Anabel. Algunas señoras, emocionadas, lloraron. La familia no se alteró y paseó su tristeza por un corredor hecho de vallas que conducía al interior del cementerio.De negro y con gafas oscuras, el padre; enlutadas, la madre y la hermana. Juntos los tres, sujetaron su pena durante las dos horas que duró la ceremonia.

Atendieron pacientes a los amigos y familiares que acompañaron su dolor. Soportaron con entereza las mil fotografías que les hicieron. Y se despidieron de Anabel, cuyo féretro fue depositado en uno de los escasos espacios libres del camposanto, junto a los muros de la ermita del siglo XVII donde se veneraba a la Virgen de la Paz.

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La serenidad acompañó toda la ceremonia fúnebre, que duró dos horas. Sólo el despliegue de cámaras de televisión y la rebatiña de micrófonos en busca de testimonios agitó una mañana de luto en La Moraleja, la urbanización de lujo donde reside la familia Segura.

El primer escenario del duelo parecía dispuesto para un espectáculo: dos parabólicas se encaramaron en el campanario; decenas de cables cruzaron de un lado a otro aprovechando todos los árboles posibles; las unidades móviles colapsaron el patio de la parroquia; varios andamios pinchados frente a la puerta de la iglesia soportaron cámaras y presentadores.

La familia Segura evita la tragedia en una ceremonia fúnebre tranquila y sencilla.

La ceremonia fúnebre organizada por la familia Segura fue tranquila y sencilla. Pero no pudo ser discreta. Un centenar de periodistas -al lugar llegó hasta una cámara de la televisión mexicana- llenaron de grabadoras y teleobjetivos las calles de La Moraleja, una urbanización tranquila y de lujo donde abundan los vigilantes de seguridad.

Los policías nacionales desplazados al lugar, unos 60, vigilaron atentos. Sin muchedumbres que controlar -a la iglesia sólo se acercaron 200 personas sin parentesco con los Segura-, fijaron su atención en el batallón de informadores: "Tened cuidado de que no se cuele un periodista", ordenaba un capitán a su tropa mientras esperaban el comienzo del acto.

El trajín cedió al silencio a las 11.55. A esa hora aparcaron junto a la parroquia Nuestra Señora de la Moraleja -tomada a partes iguales por periodistas y policías- el furgón con los restos de Anabel y otros dos coches atestados, de coronas. Sin despegarse del ataúd, apareció la familia. Detrás, la delegación política, encabezada por los alcaldes de Alcobendas -donde residía Anabel-, Pantoja y Numancia de la Sagra -donde fue encontrada muerta- Tres sacerdotes recibieron a la comitiva en la puerta de la iglesia. Dieron el pésame y entonaron un padrenuestro.

"Anabel no ha muerto"

A continuación, una hora de misa que se escapaba a la calle por dos grandes altavoces. Los oradores intentaron borrar el pasado y huir de la tragedia. No hubo un solo recuerdo para el drámatico final de Anabel.

La homilía de Raúl Gómez Nogueral, párroco de La Moraleja, evitó referencias al trágico suceso. Buscó mensajes positivos: "Anabel no ha muerto. Vive por siempre feliz en la gloria del Padre (...). Era muy conocida. Una hija muy buena. Tengo la seguridad de que nuestra hermana es feliz porque está con Dios".

El coro de la parroquia, al que se unieron las mejores voces del colegio Aldobea, de La Moraleja, eligió canciones "esperanzadoras para huir del tono fúnebre", según explicó un sacerdote. El jubiloso aleluya repicó con insistencia.

Manuel Segura, primo de Anabel y portavoz de la familia, pidió "respeto a la intimidad". Pero la eucaristía fue emitida en directo por una cadena de televisión gracias a que las puertas del templo permanecieron abiertas.

Un centenar de curiosos y un grupo de alumnos del colegio Alemán -donde estudió Anabel- oyeron desde la calle las palabras de los tres sacerdotes que concelebraron la misa. Pero no todos se conformaron con el sonido: "Mi marido era amigo del padre y no me han dejado pasar pese a que he llegado una hora antes", se quejaba una señora tras la valla.

Se acercó a la iglesia un compañero de bachillerato del padre de Anabel. "Hace cincuenta años que no le veo. Después de lo ocurrido, no pude llamarle. Me acobardé. Hoy he venido a apoyarle", contó.

Presidió la ceremonia Faustino Sáez, arzobispo y nuncio del Papa en el Zaire. Estaba allí por una casualidad: tenía fámiliares en La Moraleja. Dentro del templo, una estancia pequeña y humilde con 44 bancos y 14 sillas, no entró una sola flor "por expreso deseo de la familia".

Junto,a la puerta se quedaron más de veinte coronas: de los vecinos de Alcobendas, de sus vecinos de Intergolf, de sus compañeros de cuarto de Empresariales... Y un corazón hecho de claveles rojos, "con cariño, de sus primos".

Una rosa llegó hasta la madre de Anabel cuando un escolar de Madrid atravesó el cordón policial. Las demás flores viajaron un kilómetro para descansar, durante los 10 minutos que duró el entierro, en las tapias de la ermita de Nuestra Señora de la Paz. Más tarde, los empleados de varias funerarias las dejaron definitivamente junto a la tumba.

En el cementerio, las cámaras no pudieron recoger el momento crucial. Una televisión intentó trepar y tomar la exclusiva. La Policía Nacional cazó al intrépido.

El padre de Susana Ruiz, la joven de 16 años que apareció muerta en febrero de 1993 en un descampado de Vicálvaro, se acercó hasta el camposanto. Con los ojos quietos siguió al cortejo fúnebre. "Esto es terrible", declaró todas las veces que los micrófonos se acercaron hasta él. Cuando conocieron su identidad, varias vecinas de la familia Segura se apresuraron a solidarizarse con su dolor y a exigir justicia en voz alta. "La pena de muerte no es suficiente para los asesinos de su hija Susana, porque así no sufren. Hay que encerrarlos en un celda de dos por dos durante toda su vida", proclamaba una de ellas. El resto asentía.

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