Argentina
A Laura y RobertoUno suele volver a los países que ama: así yo a la Argentina. Miles de evangelistas, teólogos, filósofos y enamorados aseguran que el amor es la mejor vía para el conocimiento, pero tan bella tesis parece dudosa, porque, de ser cierta, quien esto escribe entendería lo que es Argentina y por qué no es una de las mayores potencias mundiales. Y no.
Mis amigos argentinos, y más aún alguna de mis amigas, se quejan de que los españoles prestamos menos atención a los argentinos que ellos a nosotros. Quizá sea cierto. Procuraré remediar la queja en la medida de mis fuerzas y al mismo tiempo, al hablar de su país, intentaré, seguramente en vano, comprenderlo un poco más.
Tal vez alguno de sus misterios radique en la peculiar relación de los argentinos con la apariencia, la decadencia y el sentimiento. La apariencia de las cosas les preocupa, a veces, más que las cosas mismas. Hubo que pactar con los radicales unas reformas de la Constitución, más allá de la referente a la reelección del presidente de la República, y se pactó; pero ahora los radicales se quejan de que aquellas reformas introducidas en la Constitución no se reflejan en las necesarias leyes de desarrollo, sin las cuales algunas de las novedades constitucionales poco o nada valen.
La explicación está en el culto a la apariencia, porque el pacto de la residencia de Olivos entre Menem y Alfonsín, más que un pacto quizá sólo fue la corteza de tal, la escena necesaria. Otro caso: durante mi última y reciente estancia en Argentina, se celebró una huelga general convocada por la CGT, cuya vinculación con el justicialismo parece profunda y no sólo aparente. Lo aparente fue la huelga general. Durante el Gobierno de Alfonsín hubo doce o trece huelgas generales. convocadas por la CGT. Eran huelgas de verdad. Alfonsín cayó. Ahora importaba sólo el gesto, la celebración, y se hizo una huelga amistosa, con manifestación pacífica y todo en la plaza de Mayo: de nuevo como culto a la apariencia. Resultó. muy bien. Incluso algunos españoles, compañeros míos de viaje en sentido literalísimo, creyeron que la cosa iba de veras. Otro problema: la corrupción. Cuando hablaba en términos generales con colegas argentinos acerca de tan común plaga, uno de ellos me hizo esta distinción: "Ustedes en España tienen a Roldán en la cárcel, aquí no pasa tal cosa". En Argentina aparentemente no hay corrupción.
La decadencia tiene su encanto. Fuimos grandes aunque ya no lo seamos, parecen decirse como c9nsuelo algunos argentinos. El haberlo sido demuestra capacidad y ahorra la molestia de serlo y hasta la de luchar para serlo. Argentina, y en particular Buenos Aires, tuvo una época gloriosa, digamos entre 1880 y 1920. Luego pasó lo que pasó y casi todo (no todo, surgieron Borges, Victoria Ocampo y algunos logros del peronismo) se fue al diablo. Pero queda el recuerdo y la complacencia de haber sido grandes.
No atribuyo a los: políticos actuales, ni a quienes están en el poder ni a los que a él se oponen, la voluntad de satisfacerse con lo que fue Argentina: en absoluto. Aprecio en todos ellos no sólo la satisfacción por haber recuperado la democracia, sino la intención de mejorar muy a fondo las cosas. Me refiero, más bien, al inconsciente colectivo, a la mentalidad del argentino anónimo, a quien parece bastarle con la grandeza pasada, que, aunque pasada, fue sin duda grandeza. Como está cercana, como todavía se ve y se siente, parece al alcance de la mano, y el argentino, con gesto de gran señor, se instala en la decadencia y casi da a entender que si él quisiera volverían los mejores tiempos pasados. Pero no se esfuerza por querer, quizá porque se siente cómodo en la decadencia.
Creo que fue Ubaldini quien dijo que el justicialismo no era un movimiento ni un partido político ni una ideología, sino un sentimiento. Quizá lo sea todo a la vez, pero, desde luego, es también, un sentimiento, un modo de sentir y, sobre todo, de hacer sentir. El argentino es emotivo, sentimental, efusivo: por lo mismo es generoso, hospitalario y propenso a la exaltación, aunque sea para caer después en el desánimo.
El justicialismo, al margen de éxitos políticos inmediatos indiscutibles, como el arreglo de la hiperinflacíón y el haber acabado con el terrorismo y con el problema militar, ha conectado y conecta con esta dimensión sentimental del argentino. En esto aventaja al radicalismo, que parece una orientación política más propia de minorías bonaerenses, universidades e intelectuales, que de masas susceptibles de ser impulsadas o atraídas por y desde el sentimiento. Pero del sentimiento a la eficacia y a la justicia puede haber mucho trecho: el mismo, poco más o menos, que va de la apariencia a la realidad o de la decadencia a la grandeza.
El problema principal acaso estriba en. que la línea que comunica la apariencia con el sentimiento, pasando por el regusto de la decadencia, puede ser insuficiente para levantar la moral colectiva al país. Tal vez haya que romper ese círculo y preocuparse mucho más por las cosas mismas que por su apariencia o por el recuerdo de lo que fueron.
Creo que en esa dirección comienza a moverse el país. Tengo la impresión de que sus dirigentes se esfuerzan por alcanzar el futuro mejorando el presente. Hay nuevas ideas y ambiciones nuevas. Es necesario crecer y repartir. Argentina tiene riqueza natural, educación media en su pueblo y talento en sus minorías como para dar el salto y no contentarse con haber sido. Voluntad de ser, de volver a ser: tal vez sea eso lo que les falte a los argentinos.
Mientras tanto tienen, entre otras cosas, distancias, espacio, un país hermosísimo, inmenso y poco poblado, donde es fácil encontrar uno de los bienes más escasos en nuestra alocada civilización: silencio. Esa grandeza natural no decae.
El europeo que llega a América, y en particular a Argentina, tiene que adecuar sus sentidos a las nuevas dimensiones. Europa es pequeña. En Argentina hay fincas rústicas, casi modestas en su extensión, de 4.000 hectáreas, y otras, que acaso no sean las mayores, de 60.000. No sólo el ojo se pierde en las distancias, sino también la imaginación. La Pampa, que no lo está, parece vacía, y al sur, allá abajo, aún
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Francisco Tomás y Valiente es catedrático de la Universidad Autónoma de Madrid y ex presidente del Tribunal Constitucional
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