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Tribuna
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La segunda derrota

Félix de Azúa

El aviso de que iba a comenzar el espectáculo fue un leve temblor callejero; los ciudadanos que paseaban por el bulevar se detuvieron y miraron hacia el puente de San Telmo. Rafael y yo estábamos sentados en la terraza del Barandiarán hablando con una amiga común. Ella misma nos descifró el aviso: "Ya vienen los de Jarrai". En efecto, no había pasado un minuto cuando ardía un autobús delante de nuestras narices y varios cócteles mólotov humeaban sobre el asfalto. Había estallado el pequeño acto de terror cotidiano.No eran ni doce niños, todos ellos enmascarados y armados de bombas incendiarias. No se trataba de "jóvenes" como suele decir la prensa; los más crecidos tendrían sobre los 18 años. Recordaban las jaurías de perros abandonados que vagan por los campos en verano. Se movían con deportiva desenvoltura, lanzándose gritos de ánimo o de admonición. Para mí era evidente que estábamos asistiendo a un violento rito adolescente, entre criaturas cuyo refugio es la amistad viril. Sin la menor relación con la política.

Actuaban con despiadada eficacia. Los viajeros del autobús secuestrado estaban petrificados de modo que dos niños subieron a sacudirles para que evacuaran el coche, pero una anciana paralizada por el pánico era. incapaz de saltar los escalones. Uno de los encapuchados la empujó por la espalda hasta hacerla caer sobre el asfalto. Dos viajeros la tomaron por los brazos y la arrastraron fuera de allí. Otro niño se acercó a nuestra terraza con la intención de usar sillas y mesas para formar una barricada., Los mozos, del Barandiarán, dos gigantes forzudos, habían amontonado el mobiliario de la terraza (menos nuestra mesa; eran dos perfectos profesionales) a toda velocidad, pero el niño miró al mozo a través de la rendija del pasamontañas y el mozo se retiró al interior del bar. Mesas y sillas volaron por los aires.

Aquellos dos gigantes forzudos (por no hablar de las 100 o 200 personas que paseaban por el bulevar) habrían bastado para correr a cachetes a la jauría, pero se sentían impotentes. De haber intervenido, 30 niños les habrían molido a palos al día siguiente. O les habrían quemado vivos. Estas criaturas son perfectamente impunes. Nadie va a castigarles por ser malos y crueles. Y ellos, así como sus entrenadores, los paidófilos de Herri Batasuna, lo saben.

"Jóvenes radicales de Jarrai incendian un autobús en San. Sebastián". Así titulaba la prensa al día siguiente. ¡Qué distinto es leer la noticia y vivirla! Cuando estos sucesos aparecen en televisión sólo vemos a los terroristas con sus pasamontañas, sus carreras, sus patadas, sus desplantes chulescos. Las cámaras filman el autobús en llamas o el capuchón siniestro, penitencial, del terrorista. Nunca filman lo que sucede alrededor. Y si lo filman, nunca llega a los informativos. Para los incompetentes directivos de televisión la única imagen eficaz es la que parece de película americana. Es decir, la más irreal, la más trivial, la menos molesta: quema y destrucción de. objetos mecánicos.

Si en lugar de mirar a las llamas y a los terroristas, uno mira lo que sucede en tomo, entonces ve algo. más inquietante. Mucha gente escapa a toda prisa, pero los que no huyen se quedan quietos, a resguardo, musitando "hijos de puta", como los berlineses que asistían a las agresiones de los SS durante el ascenso del nazismo. No intervienen porque saben que es inútil, que no hay nada que hacer, que no tienen altemativa. El autobús ardiendo es una banalidad que vemos todos los días en todas las ciudades del mundo; lo grave es la impotencia que iluminan sus llamas.

La población tampoco puede confiar en la protección del Estado. Cuando nuestra amiga vio a la anciana derribada por el suelo, se alzó de la silla como un resorte y salió corriendo. Creímos que huía aterrada, pero no era eso: había ido hasta el Gobierno Militar (a menos de cincuenta metros) para traer a rastras a los policías que allí hacen guardia. Los policías estaban lívidos de miedo y no hicieron nada. Por poco se llevan arrestada -a nuestra amiga.

Un cuarto de hora más tarde, cuando la jauría ya se había desperdigado por el barrio viejo a tomar vinos y celebrar la machada, llegó la Ertzaintza. El despliegue de la policía vasca ataviada con sus trajes y sus boinas de vivos colores fue muy bonito y espectacular. Comenzaron a disparar bolas de goma a diestro y siniestro. Desdichadamente ya sólo quedábamos nosotros, así que nos hubimos de refugiar en el interior del bar. La clientela se guía tomando cervezas y coca-colas como si nada hubiera ocurrido. De haber alguien comenta do el suceso, habría sido tomado por un imbécil. Como decía Primo Levi, en los campos de exterminio nadie habla de la muerte.

Al atardecer pasé por la librería Lagun en la plaza de la Constitución. Mientras ojeaba un grueso volumen de Tumer pude oír a la dueña departir con un cliente. El cliente había preguntado qué tal andaban las cosas. Ella contestó que regular: aquel mes sólo la habían agredido dos veces. Antes nos incendiaban los franquistas; ahora nos incendian éstos". No hacía falta decir quiénes eran "éstos". Tiene al lado uno de "sus" bares y la librería les atrae poderosamente, como el bosque al pirómano, como la colegiala al violador, cuando van con la tripa hinchada de vino. El cliente comentó que él se había hartado y ahora vivía en Barcelona. "¡Anda, por eso no te veíamos en los últimos tiempos! ¿Y qué tal están tus críos?", preguntó la librera súbitamente interesada, con ese afecto inmediato, cálido, acogedor, de los donostiarras.

Llovió durante tres días seguidos. A la ciudad sólo parecía interesarle Almodóvar escoltado por sus cronies y los aduladores profesionales. Antes de tomar el tren me despedí de mi amiga. "Yo no veo salida", dijo. '.'Si la policía llega a herir a uno de esos mentecatos, ya te puedes imaginar la que se arma. Si los detienen, a las dos horas salen libres. Además, ¿no están defendiendo la patria vasca? Es lo que Arzalluz sermonea todos los días, aunque les odie porque le estropean la finca. Créeme, nadie ya a tocarles un pelo. Esto será eterno" .

Por la playa de la Concha corrían grupos deportivos de muchachitos con sus entrenadores. Algunos de ellos se preparaban para el próximo atentado. Su imagen era más dinámica, que la de sus padres nacionalistas, más televisiva, más eficaz, mas coherente con la publicidad de automóviles y yogures, como las juventudes hitlerianas comparadas con los desprestigiados políticos de Weimar. Tuve la sensación de que aquella sociedad estaba a punto de perder, por segunda vez, su guerra contra el fascismo. Y que nadie podía ayudarles porque ellos no sabían cómo ayudarse a sí mismos.

Félix de Azúa es escritor.

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Sobre la firma

Félix de Azúa
Nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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