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La responsabilidad social

A pesar de que el presidente de Gobierno siga sin distinguir la responsabilidad política de la penal -"es aberrante que en política no se aplique la presunción de inocencia", afirmaba recientemente, poniendo de manifiesto su falta de comprensión de las reglas más elementales de la convivencia democrática-, los trances por los que hemos pasado los españoles estos dos últimos años, han servido sin duda para que vaya calando la diferencia, hasta el punto de que ya empieza a ser de dominio público que ambas responsabilidades no sólo se mueven en planos distintos, sino que apenas se interfieren. Con ello se ha fortalecido la disposición a reclamar responsabilidades políticas, y qué duda cabe que en el futuro se exigirán con mucho mayor rigor. Eso hemos ganado en la ardua tarea de ir consolidando paso a paso nuestra todavía tan deficiente democracia.La responsabilidad política se exige por imprudencia, incapacidad de controlar la situación, o graves errores cometidos -haber nombrado y sostenido por largos años a Roldán; haber tolerado el mal uso de los fondos reservados; no haber impedido el que los GAL surgiesen en el interior de las fuerzas de seguridad del Estado; que el Cesid, saltándose las normas constitucionales que protegen la libertad y la intimidad de los ciudadanos, haya llevado a cabo escuchas ilegales; que los servicios secretos hayan perdido el control sobre su propia información, y un largo etcétera-, y no por la sospecha de que los gobernantes hayan podido cometer delitos, que, en principio, en países democráticos conscientes de lo que implica el Estado de derecho, habría que considerar una posibilidad remotísima: en caso extremo, para que no se entrecrucen ambas responsabilidades, mucho antes de que puedan intervenir los tribunales, se obliga a que las personas en entredicho dimitan.

Empero, desde que se divisa la salida del túnel para comienzos de año, semanas antes o después, que el presidente y su partido sigan confundiendo la responsabilidad política con la penal, en buena medida ha dejado de ser operante. En esta tesitura, lo peor que podría ocurrir sería que el júbilo de los unos y el desconcierto de los otros nos llevasen a pasar la página sin reflexionar sobre lo acaecido.

El desplome de UCD y la larguísima agonía del PSOE son dos ejemplos distintos, pero complementarios, de los traumas que en España comporta un simple cambio de presidente de Gobierno. El que no sea normal lo que debiera serlo en una democracia es ya todo un síntoma denunciador de su debilidad y mal funcionamiento. Cuestión que nos dará mucho que hablar, y ojalá algo que pensar, en un futuro próximo. Hoy basta con enunciarla.

Cuando un presidente para aguantar unos meses tiene que anunciar con ocho. de antelación la fecha en que va a hacer uso de su derecho constitucional de convocar elecciones. Cuando de tal forma se trenzan las responsabilidades políticas con las penales que no le queda otro remedio que agarrarse a la esperanza de que en esta ocasión el Tribunal Supremo se conformará con pedir el suplicatorio de su antiguo ministro del Interior, para así poder anunciar en noviembre que no será candidato, no porque tenga que sentarse en el banquillo de los acusados, sino por decisión. propia. Cuando hemos llegado al extremo de que el presidente y su gente tratarán de vender como un triunfo lo que hace tres meses consideraban una tragedia impensable: que se pida el suplicatorio a Barrionuevo. Cuando el Gobierno, con el armario lleno de cadáveres, tiene que reconocer públicamente que está a merced de cualquier chantajista, después de haberse empeñado en confundir -el no distinguir parece su especialidad- conspiración, que es secreta y de la que se puede ser víctima sin culpa, aunque políticamente siempre se sea responsable de no haberla desmontado a tiempo, y chantaje, que sólo dando la cara -todo lo contrario del secreto conspiratorio- y cuando algo tiene que ocultar el chantajeado puede intentarlo el chantajista. En fin, en una situación en que la ciudadanía cuenta con angustia los meses o semanas que aún le queden al Gobierno, nadie interpretará como un último intento de echarle un capote el que hablemos ya abiertamente de la tercera de las responsabilidades que hasta ahora ha permanecido en la penumbra: la responsabilidad social, es decir, la responsabilidad de la sociedad española, en mayor medida cuanto más alta sea la posición que se ocupa dentro de ella, en todo lo ocurrido.

Las responsabilidades políticas se evaporan el día en que los culpables estén alejados de toda actividad pública. Dictaminar las responsabilidades penales concierne exclusivamente a los tribunales: a la sociedad le importa tan sólo que nadie logre hurtarse del juicio y que se respeten escrupulosamente las garantías procesales, y, a ser posible, añado por mi cuenta, que se reduzca al mínimo el morbo que provocan los grandes procesos criminales, aplicándose cada cual, pero sobre todo los medios, la máxima de Concepción Arenal: odia el crimen, pero ten comprensión y piedad por el criminal. En fin, sobre lo acaecido en estos años es de esperar que pronto no quede otra responsabilidad que aclarar que la social, pero ésta la arrastraremos por bastante tiempo: nuestro futuro democrático en buena medida depende de que seamos capaces de reelaborarla y asumirla.

Cada país tiene el Gobierno que se merece. Aunque confluyan muy distintos factores internos y externos de los que cabría extraer una explicación determinista -es la gran tentación del científico social- en último término, siempre somos corresponsables de lo que nos ocurre y nadie tiene derecho a exigir responsabilidades a otros sin empezar por asumir las propias. El que los alemanes hayan votado a Hitler y callado ante sus desmanes, el que los españoles hayamos aguantado cuarenta años la dictadura de Franco, es responsabilidad de cada pueblo.

Cierto que las condiciones en las que fue posible la transición dificultaron enormemente que nos hiciéramos responsables de nuestro pasado. Muchas fueron las ventajas que se derivaron de echar el borrón y cuenta nueva, pero lo hemos pagado a un alto precio: continuamos siendo el mismo pueblo "alegre y confiado" de irresponsables. Si esta irresponsabilidad se prolonga y

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Ignacio Sotelo es catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad Libre de Berlín.

La responsabilidad social

Viene de la página anteriorpermitirnos que siga campando a su aire la irresponsabilidad de los poderosos -nadie en el poder, sin un control férreo de parte de la sociedad, se comporta responsablemente-, el régimen que implantamos a la muerte de Franco podría tener los años contados. Otro tema, de la máxima importancia, que ya no podremos evitar debatir en los próximos meses. Habrá que ir determinando la responsabilidad colectiva de los españoles en el desmontaje del Estado de derecho -deslindando las responsabilidades correspondientes entre las élites de cada uno de los campos de actividad- porque tampoco cabe su reconstrucción sin que intervengan los más diversos sectores sociales: ya conocemos los resultados de abandonar cuestión tan crucial a la clase política. Los políticos, guiados exclusivamente por el afán de no dañar sus intereses, tienden a tratar de salvar el régimen establecido, tapando lo más y cambiando lo menos, sin otro horizonte ni meta que los que marque la salvación propia. Después de los destrozos sufridos -son más y de mucho mayor calado de lo que la irresponsabilidad de los poderosos estaría dispuesta a reconocer-, la supervivencia de la democracia en España exige reformas profundas que sólo cabe llevar a cabo después de que un análisis. exhaustivo de lo ocurrido culmine con la asunción de las responsabilidades pertinentes. Al tema habrá que volver a menudo en los meses que vienen.

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