¿Pulso al Gobierno o al Estado?
Mi admirado Francisco Ayala lo decía en estas mismas páginas hace algunos días: nuestras discusiones políticas están demasiado encerradas en sí mismas, apenas tenemos en cuenta lo que ocurre en el resto del mundo, vivimos demasiado pendientes del regate corto y de la anécdota ruidosa. Más todavía: seguimos sin prestar la atención debida a nuestra propia experiencia, a los logros pero también a los límites de nuestra transición, al peso de la herencia recibida del franquismo y, sobre todo, a la pervivencia de una cultura política que hunde sus raíces en siglos de autoritarismo y que aunque haya cambiado radicalmente en algunos aspectos esenciales sigue ahí, latente, en otros.Recuerdo todo esto porque creo que con la revelación de los pormenores del chantaje contra el Estado -digo bien, el Estado- estamos llegando a un punto en el que todos tenemos, que tomar una decisión sobre el problema clave: o ganan los Marios Condes o gana el Estado. Y me preocupa mucho que las primeras reacciones políticas sigan ancladas en la lógica del bote pronto y del regate corto. A Julio Anguita le he oído decir que esto no es más que una cortina de humo. A José María Aznar, que éste es un problema del Gobierno y no del Estado, que Felipe González se hace la víctima y que con su dimisión se arreglaba todo.
Soy el primero en reconocer que los socialistas hemos cometidos serios errores de perspectiva y de gestión en todo este asunto y no se trata de escamotear ni los errores ni las responsabilidades. Por acción o por omisión hemos perdido credibilidad y con ello hemos contribuido a generar desconfianza e inquietud en un amplio sector de la población. Estamos pagando un alto precio por ello y es posible que lo paguemos todavía más alto. Pero este asunto no es sólo ni principalmente un problema del Gobierno ni del partido socialista. Lo que está en juego es si el sistema democrático puede derrotar a los que lo acosan o no. Y esto depende de que todos, Gobierno y oposición, acertemos en el análisis y en las decisiones que tomemos. El sistema democrático pasa por momentos complicados y en todas partes muestra signos de debilidad. No es la primera vez que esto ocurre y, afortunadamente, hoy no existen aparentes alternativas -como lo fueron en su momento el nazismo por un lado y el estalinismo por otro-, pero el indudable que muchas instituciones de la democracia han perdido credibilidad, que los partidos políticos y sus dirigentes han perdido fuerza y representatividad y que el concepto mismo de la división de poderes empieza a ser cuestionado. No se trata sólo del predominio del poder ejecutivo sobre el legislativo, problema detectado hace ya muchos años, sino también del nuevo protagonismo del poder judicial, que como tal poder no es elegido ni controlado como los dos anteriores pero que puede llegar a sobreponerse a ambos. Por otro lado, es bien sabido que los poderes tradicionales del sistema democrático son hoy seriamente desafiados por la aparición de otros poderes financieros y mediáticos sobre todo que ni son elegidos por los ciudadanos ni son controlados por éstos de manera periódica. A la vista de lo que está ocurriendo aquí y en todas partes, estos poderes tienen, a menudo, más capacidad de acción, de intervención y de condicionamiento de la opinión que los Gobiernos de los Estados, tomados uno por uno. Esto no es nuevo. Pero sí son nuevos los medios y las posibilidades con que estos poderes cuentan en un mundo en transformación, como el actual.
La democracia parlamentaria está, pues, ante un gran dilema. No puede poner puertas al campo ni limitar derechos fundamentales como Ia libertad de expresión y de comunicación. Pero es cierto que los Estados nacionales, que se mueven todavía en espacios limitados y defienden su propia moneda en el interior de éstos, son a menudo superados por la libertad absoluta del movimiento de capitales, por la especulación desatada desde círculos que no se pueden identificar, por la internacionalización de una producción que puede crear y destruir tejidos sociales a mansalva y por la presión de los grandes medios de comunicación.
Éste es un problema general. Por consiguiente, también lo tenemos nosotros y lo seguiremos teniendo, con Gobierno socialista o con cualquier otro. Pero en, España tenemos otros problemas añadidos. Nosotros hicimos, ciertamente, una gran transición de la dictada a la democracia y nos sentirnos orgullosos de ella. Pero la verdad es que la transición resolvió algunos problemas fundamentales pero otros quedaron sin resolver o se intentaron resolver posteriormente con más dificultades, especialmente los relativos a los principales aparatos del Estado anterior, que heredamos intactos o casi intactos. Esto se ha dicho y se ha repetido. Pero creo que nunca hemos hecho una discusión seria, sensata y tranquila sobre el tema.
Durante estos años de Gobierno de la UCD, primero, y del PSOE, después, más sólido y con mayor apoyo social, se han llevado a cabo grandes reformas por todos conocidas, en el terreno económico y social y en el político. Se podrá discutir si el ritmo ha sido o no adecuado, si las prioridades han sido o no las más convenientes. Pero nadie podrá negar la necesidad de estas reformas ni ocultar o despreciar el ímpetu político con que se han abordado y realizado. Ni tampoco se podrá negar que se han hecho con una visión concreta de los intereses generales del país y no tanto de los intereses de partido, pues algunas de las más importantes han creado tensiones entre el PSOE y una parte de sus votantes. Todo ello ha provocado grandes cambios en la sociedad española, algunos previsibles, otros no tanto. Algunos de estos cambios han generado tensiones sociales, y las siguen generando en la medida que todavía quedan problemas estructurales por resolver, pero lo cierto es que los principales problemas de pérdida de credibilidad del sistema y del propio Gobierno no han surgido de aquí.
Sí han surgido, en cambio, de los sectores que más costó reformar, es decir, de los aparatos del Estado directamente heredados del régimen anterior. Éste es un tema decisivo, como se está comprobando en los últimos meses, y en el que hay que insistir una y otra vez. Es evidente que la reforma ha sido un éxito en algunos de ellos, especialmente en las Fuerzas Armadas, pero que ha sido mucho más difícil, contradictoria y limitada en otros, más directamente empeñados en la lucha a vida o muerte con el terrorismo y con poco margen de maniobra para un cambio organizativo y de personal.
Pero hay más. Con la transición pudimos cambiar las principales instituciones del Estado y abrir camino a la democracia. Pero algunos de sus pilares indispensables, como los partidos políticos y los sindicatos, eran débiles y lo siguen siendo. Los nuevos dirigentes políticos tuvieron que conformarse y aprender sobre la marcha. Y lo más importante de todo: cambiamos el sistema, pero heredamos. una cultura política que tenía detrás décadas y siglos de autoritarismo político. Y las culturas políticas, las percepciones de la política, de sus protagonistas y de sus instituciones, las formas de entender la relación entre gobernantes y gobernados, y hasta el uso y la reverencia de los símbolos, no cambian tan rápidamente como las superestructuras institucionales.
El resultado ha sido un cambio tumultuoso y exaltante en muchos sectores. Ha avanzado la tolerancia en terrenos delicados, como el sexual o el religioso, y las ciudades han sido motores y focos de una nueva convivencia. Pero la sociedad ha permanecido poco articulada en otros aspectos, a merced de bruscos movimientos de opinión o de reacciones emocionales ante tal o cual acontecimiento. Han entrado en escena nuevas generaciones que ya no perciben como problemas. los que nosotros tuvimos que resolver con enormes esfuerzos y, en cambio, plantean otros muy difíciles de resolver con los mecanismos actuales, entre ellos el del empleo. También han cambiado las referencias culturales, en una mezcla difícil entre nuestras propias herencias y lo que nos llega de otros lugares, por encima de las antiguas fronteras. Y, a caballo entre la dimensión nacional y la internacional, también han aparecido nuevas formas de enriquecimiento y de especulación, que permiten acumular fortunas sin crear un solo puesto de trabajo. Detrás de estas posibilidades de fortuna rápida han surgido nuevos protagonistas, individuos o grupos con poder económico, carentes de escrúpulos, mimados por algunos medios de comunicación -que a menudo controlan- y que pueden llegar a echar un pulso al Estado si les conviene a sus intereses.
Esto es lo que ahora tenemos ante nosotros. Ningún análisis mínimamente serio sobre los aciertos y los errores del Gobierno y de la oposición, sobre el papel de los medios de comunicación, sobre la solidez o la débilidad de nuestras instituciones o sobre los movimientos de la opinión pública, puede prescindir de estos datos. Por eso la pregunta es si seguimos utilizando el barullo como un elemento más de la pelea preelectoral o si vamos al fondo de las cosas para evitar que los que hoy acosan al sistema acaben ganando el pulso. Una democracia sólida necesita un Gobierno fuerte y una oposición también fuerte, capaces ambos de competir pero también de cooperar en lo fundamental, independientemente de quién esté en el Gobierno y quién en la oposición. Yo no deseo que la actual oposición gane y se imporiga el modelo bipolar que propugnan el PP e IU. Pero tampoco deseo que la oposición se convierta en el furgón de cola de todo este cortejo siniestro de altos responsables traidores, de jueces equívocos, de financieros estafadores y de periódicos al servicio o sirviéndose de todos ellos, y que su aportación a la discusión política se limite a esperar que otros le marquen el ritmo, los tiempos y los contenidos de su política. Y no lo deseo porque si los que hoy chantajean al Estado triunfan en su empeño, ellos serán luego los dueños y los rectores de la política española, al margen de quién gane las elecciones y forme nuevo Gobierno en el futuro. Si esto llega a ocurrir, ya no será la democracia por la que hemos luchado.
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