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La destructora de mundos

Rafael Argullol

Hace algunos años, con motivo de la preparación de un libro, me informé con cierto de talle de los componentes simbólicos que rodearon a la primera explosión nuclear, en Nuevo México el 16 de julio de 1945, y al primer exterminio nuclear, en Hiroshima 20 días después. Entonces me llamó la atención una extraña simetría sacralizadora que comunicaba a sacrificadores y a sacrificados mediante imágenes míticas. Por un lado, hacía ya cierto tiempo que la crónica de la investigación física había asumido metáforas teísticas: Enrico Fermi y sus colaboradores habían bautizado el proceso de reacción atómica en cadena con el sobrenombre de El gran dios K. Por otro lado, las víctimas japonesas incorporaron distintos procesos de mitologización para hacer frente a la catástrofe: desde la creencia primeriza en una venganza de los dioses hasta el terrible ejercicio catártico posterior al conocimiento del origen increiblemente humano del desastre. Resultan, a este respecto, conmovedoras las poesías y pinturas sobre el destello inolvidable realizadas por los hibakusha, los supervivientes afectados por la bomba.Recuerdo, sin embargo, que en el interior de esta simetría resonaba de un modo especial un verso contundente que parecía resumir las evocaciones de unos y otros: "Me he convertido en la muerte, la destructora de "mundos". Robert Oppenheirner, el trágico artífice de la primera bomba atómica, explicó tras la explosión de Nuevo México que estas palabras del Bhagavad Gita fueron las únicas que cruzaron su mente en aquel amanecer presidido por el primer hongo nuclear. Con posterioridad, sometido ya a acusaciones y juicios por conducta subversiva, y atormentado por las consecuencias de su propia obra, Oppenheimer se referirá varias veces a aquel antiguo verso que había acudido a su mente en el momento crucial de su vida. Sea por las conmemoraciones de la destrucción de Hiroshima y Nagasaki, sea por los ensayos que el lamentable Chirac, extraviado en una patética grandeur, ha puesto en marcha en el Pacífico, lo cierto es que en estas últimas semanas me he acordado con frecuencia del caso Oppenheimer y, sobre todo, del verso del Bhagavad Gita: las imágenes de la prueba de Mururoa insinuaban, una vez más, el potencial siniestro de una "destructora de mundos" creada y desarrollada voluntariamente por el hombre. Por fortuna, la resistencia contra la destrucción del "entorno natural" del hombre es cada vez mayor, como lo demuestran las críticas crecientes contra los más recientes aprendices de ángel exterminador. Los numerosos interrogantes que se han ido enunciando en estos últimos decenios acerca de nuestra actitud ante la naturaleza representan un importante viraje en relación a concepciones anteriores. Ahora bien, quizá la pregunta fundamental que subyace a las demás preguntas sea ésta: ¿tiene derecho el hombre a provocar el dolor de la naturaleza? Imagino que, por lo general, la respuesta más inmediata supone otra pregunta: ¿la naturaleza puede sentir dolor? Estamos adiestrados para contestar en forma negativa. Si la naturaleza es inanimada, como creemos según decimos en nuestro lenguaje cotidiano, no puede sentir dolor. Sin anima, sin movimiento autónomo, es necesariamente insensible. Cierto que graduamos esta insensibilidad desde el ámbito inorgánico al orgánico de manera que concedemos posibilidades de sufrimiento dentro de este último ábito; sin embargo, es todavía una concesión parcial y tímida si damos crédito a los ejemplos de estúpida crueldad contra los animales que a menudo nos circundan. Sin ignorar cándidamente la violencia inherente a la vida, que todo lo traspasa, resulta, no obstante inaceptable la brutalidad la violencia mediante dominio a la que aludía Jean Genet, no sólo contra el hombre, sino contra todos los órdenes naturales.

La defensa del "entorno natural", para asegurar la supervivencia del hombre, es encomiable, pero el auténtico reto es la superación del carácter inanimado de la naturaleza y nuestra identificación interna con ella, de modo que sintamos como propia su armonía y su desgarro. Sería conveniente educarnos en una concepción del mundo abierta a esta visión que afrontara valientemente la paulatina superación de nuestro egoísmo antropocéntrico. Cuando hace cuatro siglos escribía que el hombre acabaría dominando totalmente la naturaleza, Francis Bacon anticipaba lo que iba a ser la época moderna y también su componente más funesto. Sería suicida, además de desalentador, continuar hablando en términos de dominio o de domesticación. Somos copartícipes sin remedio de la violencia en la naturaleza, pero deberíamos prohibirnos la brutalidad contra ella.

El auténtico desafío, por tanto, nos llevaría a denunciar las agresiones a la naturaleza, y no sólo al políticamente correcto "medio ambiente" para conservar su vitalidad y no, sesgadamente, para preservar nuestro futuro: entenderíamos así que ese futuro depende por completo de aquella vitalidad. El crimen contra el hombre no está lejos de la imagen lacerante del bosque ardiendo, de la sórdida tortura de los animales o de la monstruosa herida tecnológica que atraviesa innecesariamente un paraje del planeta. En todos los casos la brutalidad contra la naturaleza revierte en brutalidad contra los hombres. En mayor o menor escala actúa la "destructora de mundos".

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Si aceptamos que no tenemos derecho a provocar el dolor de la naturaleza, porque éste no es otro que el propio dolor humano, se hace inaceptable invocar razones particulares para legitimar el daño contra lo que pertenece a la globalidad. Por sus declaraciones posteriores parece claro que Oppenheimer se apercibió de inmediato de que había contribuido a liberar una fuerza terrible, sin precedentes en la historia humana una especie de dios negativo que podía. arrasar la vida no desde el oscuro poder de las mitologías arcaicas, sino desde el nuevo y resplandeciente de la ciencia.

Veinte días después, invocadas razones de Estado, el gran dios K era arrojado sobre, Hiroshima, iniciándose una crónica criminal que ha cubierto la segunda mitad de nuestro siglo. A lo largo de es tos decenios nuevas razones, de Estado han sostenido la siniestra paz de la guerra fría. Y cuando creíamos que se ha bían creado las bases para tina rectificación de gran enverga dura, los naturicidas han re surgido alegando en su favor otras razones de Estado. Sin embago, no hay razones de Estado ni de nación ni de civilización que justifiquen el naturicidio o el roce fantasmal que conduzca a su posibilidad. La naturaleza, es decir, la humanidad, está muy por encima de la nación, y no sería imprudente exigir que la llamada "comunidad internacional de la que tanto se alardea, actuara frente a los intereses parciales que atentan contra el bien común. Habría que recordarle al presidente de Francia, y a quienes le defienden, que en Mururoa, pese a que aún no se ha matado empíricamente, la muerte actúa con la misma contundencia de "destructora de mundos" que intuyó Robert Oppenheimer una mañana, calurosa de verano, hace ahora 40 años.

Rafael Argullol es escritor y filósofo.

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