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Tribuna
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Romanticismo

Ya sólo faltaba que el pepino de Chirac en Mururoa tuviera una potencia de 20 kilotones, exactamente los mismos que la bomba de Hiroshima. A este hombre la narratividad se le ha girado en contra desde el primer momento y, curiosamente, sigue sin producirse una Noche de San Bartolomé entre sus asesores de imagen. Cuando el ecologismo está ya homologado en los desodorantes y en las cajetillas de tabaco, empecinarse en soltar el megatón en el Pacífico es un acto alocado, por decirlo de forma suave. Si a ello se añade que hace nada la Shell tuvo que desmontar su plataforma del mar del Norte por enguarrar las olas -aunque luego hubiera, disculpas de Greenpeace porque al parecer no había para tanto- y que este mismo verano el planeta azul con memoraba el cincuentenario del desastre nuclear en Japón, entonces el sostenella y no enmendalla se transforma en un suicidio en toda regla.Pero es que la cosa no acaba ahí: incluso lo subliminal parece haberse conjurado contra el presidente francés. Concluidas las vacaciones para la mayoría de los mortales, nombres como Mururoa, Papeete o Fangalaufa excitan violentamente la ensoñación. Cualquier atentado contra estos parajes lo es también para nuestro pasado más reciente. Hay allí arrecifes coralinos, lagunas doradas, palmeras lamiendo las olas, pareos meciéndose al viento... De pronto, en ese horizonte del Club Méditerranée aparece el viejo McTaggart, bebedor y mujeriego, e invoca el romanticismo eterno de David frente a Goliat. Su himno a la lancha neumática, símbolo de Greenpeace antes de convertirse en multinacional de la ecología, es un fino torpedo literario contra la prosa gruesa del enemigo.

Definitivamente, Chirac no controla la narratividad de los acontecimientos que él mismo provoca. Así las cosas, ¿quién se cree que la simulación por ordenador del pepino vaya a salirle mucho mejor?

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