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Yo, yoyó, té

Se abre el mes de septiembre como antaño se cerraban las ganas; sin esperanza ni convencimiento. Pero uno hay, a lo menos, que vuelve a España y a este abismo para poder contemplar, en cualquier playa del Levante en calma, los restos sociológicos o liricoides que las huestes estivales dejaron. Rubén, joven filósofo, me resume la cuita veraniega de su sufrido gremio: el fallecimiento del yo. Se ha evocado la incómoda pérdida, según se mire, en renombrados cursos de verano. Y, a los postres, el clamor plañidero no decrecía: "Sin sujeto, ¿qué gesto se sostiene?". Claro, ni la tomatina ni la petardada, dos prácticas patrióticas que anulan el egocentrismo, eso sí, a base de color y ruido en masa, consiguen su propósito por entero; de hecho, las televisan. Es decir, no acaban del todo con nuestro yo profundo: algo de eso masivo nos preserva. Aunque, para masivo, el póstumo dolor ante la muerte de un singular yo (Julio Caro Baroja o el decoro), que se nos fue sin sospechar que los suyos lo eran tanto y más.En fin, que, muerto el yo, se acrecienta la rabia. ¿Estará el asesino entre las filas del PSOE? Y esto, que se comenta en un chiringuito costero, llega a oídos de un camarero es pabilado, tipo Duchamp, y luego le cuenta a la pandilla que, al parecer, el yo está ya fiambre, cual casa de la vaca, tolón-tolón. (Las onomatopeyas, ¿pertenecieron alguna vez al yo?). Como si en este país de filósofos a la carrera existiese algún mecánico o albañil incapaz de repetir setenta veces al día que, en realidad, no somos nadie. Que lo que aquí desaparece, del requesón a Roldán, alguien termina por encontrarlo con su lado bueno, por mucho que lo niegue con las piernas la verosímil Celia Villalobos, no sé por qué.

Total, que se mueren Dios, el teatro, Hitler, Stalin, Franco y hasta Ende, y resulta que todas esas muertes no nos redimieron de nada. Nos tocó lo que nos faltaba. Y ya el hombre (femenino, masculino o neutro, por lo menos) no es el cuitado y yo esto o y yo lo otro, llevado por las circuntancias o las mamás, sino que éstas se han quedado de pronto huérfanas, verdaderamente sujetas a seguir siendo sin autor, sin sentido, como antes las humanas creaturas, por muchísimo que ellas se esforzaran en otorgarse la nobleza de un principio y un fin divinos. Todo aquel idealismo vagoroso, yoísmo a punto de caramelo, es pura araña fumigada ahora. Como si nadie se hubiera dado cuenta del paso, sigiloso y marcial a un tiempo, del mismísimo Apocalipsis. Ya lo anunciaban los otros. Ya nos ocurrió a todos. Adiós, yo. Adiós, filosofía del sujeto, del aura y de la góndola. Los jazmines y las palmeras permanecen, junto a naranjos y limoneros. También, un cielo gris. Pero nadie, al no ser, puede verles el sentido. (Garzón, tal vez). Ha quedado tan sólo la memoria, exenta de sujeto, de que por aquí existió un yo que fluctuaba entre el cubata y Bosnia. Los filósofos, apostilla Rubén, vivimos esa pérdida de manera muy intensa. (Que no se entere Aznar). Y mí yo, de quedarme, seguro que creería en las tristes palabras de Rubén.

Su inteligente esposa, Elvira, lejos de llorar sobre lo perdido, se ha fijado en la resurrección del yoyó, ese artefacto de continuos altibajos, pendiente de un hilito que depende de un dedo, cuando había sujetos con manos y entregados al júbilo de ascender y descender, aunque fuese a la Luna y del mono. Y ve en ese resurgir simbólico del dichoso juguete, sobre todo cuando es fosforescente, una compensación significativa, una manifestación palpable de aquello que Tomás de Aquino llamaba "la potencia apetitiva".

Hay otro signo de esto último. Durante el mes de agosto, me aclara Elvira, se ha impuesto en España una bebida refrescante que ofrece té al limón. Empieza como Nesciencia y termina como Altea. Pero, sobre todo, no tiene gas. Ni cola, que desvela. O sea, que el paladar hispano se ha sutilizado. Pero queda algún eco, por fortuna, de cuando yo corría a raudales por la candente playa: "La verdad es que, cuando Mari bebe por la botella, yo me pongo enseguida cachondo".

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