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Tribuna:INTRIGAS DE VERANO
Tribuna
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Sangre de lanza

Javier Marías

Un relato de Lo que cuesta creer es que fuera usted amigo suyo. Además, ya le dije que a mí sólo me interesaba su última noche, ninguna otra. Ande lárgese. Me fuí hacia la puerta. Ya con la mano en el picaporte me volví y pregunté:-¿Quién descubrió los cadáveres Los encontraron de noche, ¿no?, a la noche siguiente. ¿Quién subió a la casa? ¿Por qué no subió nadie? -Nosotros -dijo Gómez Alday-.

Nos avisó voz de hombre, nos dijo que allí teníamos pudriéndose dos animales muertos. Eso dijo, dos animales. Probablemente el marido se angustió de pensar que allí estaba su puta tirada y con un agujero sin que se enterara nadie. Le vendría el sentimentalismo de nuevo. Colgó enseguida tras dar las señas, no sirve de mucho. -El inspector hizo girar su silla- y me dio la espalda como si hubiera puesto punto final a su trato conmigo mediante su respuesta. Vi su nuca mientras me repetía: -Lárguese.

Dejé de darle vueltas al asunto, supuse que la policía nunca averiguaría nada. Dejé de darle vueltas durante dos años, hasta ahora, hasta una noche en que había quedado a cenar con otro, amigo, RuibérrIz de Torres, muy distinto de Dorta y no tan antiguo, siempre va con mujeres que le dan buen trato y no es apocado, menos aun resignado. Es un sinvergüenza con el que me llevo bien, aunque sé que algún día me hará objeto de la deslealtad que tiene hacia todo el mundo y ahí se acabará la camaradería. Está enterado de cuanto pasa en Madrid, se mueve por todas partes, conoce o se las arregla para conocer a quien se proponga, es un hombre de recursos, su único problema es que lo lleva pintado en el rostro, la capacidad de estafa y la voluntad de dolo.

Estábamos cenando en La Ancha, en la terraza de verano, el uno enfrente del otro, su cabeza y su cuerpo me tapaban la mesa siguiente, en la que no tuve por qué fijarme hasta que la mujer que ocupaba en ella el -lugar de Ruibérriz, es decir, el que estaba frente al mío, se agachó lateralmente a recoger su servilleta, volada por un poco de aire que se levantó a los postres. Asomo por su izquierda mirando hacia delante, como hacemos cuando recogemos algo que está a nuestro alcance y que sabemos exactamente dónde ha caído. Sin ernbargo, se confió y falló, Y por eso hubo de tantear con los dedos durante unos segundos, siempre con la cara mirando hacia nosotros, quiero decir hacia nuestra posición, porque no creo que posara los ojos en nada.

Fueron unos segundos -uno, dos, tres y cuatro o cinco-, los suficientes para que yo viera la cara y el largo cuello estirado en el pequeño esfuerzo de recuperacion o búsqueda -la lengua en una comisura-, un cuello- muy largo o más largo quizá por efecto del escote veraniego, un mentón corto y redondo y las aletas de la nariz dilatadas, unas pestañas densas y unas más como pinceladas, la boca grande y los pómulos altos, la tez oscura por naturaleza o piscina o playa, eso era difícil decirlo al primer golpe de vista, aunque a primer golpe de vista sea a veces como una caricia, otras veces como un golpe. La melena era negra y de peluquería y rizada, vi un collar o una cadena, atisbé el escote rectangular, un vestido con tirantes sobre los hombros, blancos los tirantes y también el vestido. Los ojos fueron lo que vi menos, o acaso los pasé por alto por la costumbre de no verlos nunca en la fotografía, apretados allí, cerrados allí con el gesto de dolor de quien muno con gran daño, Oh sí, en verano las se asimilan unas a otras más que en invierno y en primavera, y mas, aún para los europeos si son o parecen americanas, a todas podemos verlas, como si fueran la misma, en verano ocurre mucho, algunas noches no distinguimos. Pero ella en verdad se parecia. Eso era mucho que decir, lo se bien, el parecido entre una mujer de carne y hueso con movimiento y una mera fotocopia de comisaría, entre los colores brillantes y el blanco y negro brumoso entre las carcajadas y la parálisis, entre unos dientes luminosos y unas muelas picadas que jamás fueron vistas, entre una vestida sin apuros vida visibles y una desnuda pobre, entre viva y una muerta, entre un escote veraniego y un boquete en el pecho, entre la lengua suelta y el silencio entre modelos cuarteados labios, entre los ojos abiertos y los ojos cerrados, tan risueños. Y aun asi se parecía, se parecia tanto que ya no pude apartar la vista, eché inmediatamente mi silla a un lado, hacia mi derecha, y como aun así no alcanzaba más que a verla a medias e intermitentemente- tapada por Ruibérriz y por su acompañante, los dos se movían- me cambié sin más de sitio pretextando que me molestaba el aire, y pasé a sentarme -desplazados el plato del postre y mis cubiertos y vasos- a la izquierda del amigo, para ver sin obstáculos, y miré sin pausa. Ruibérriz se dio cuenta enseguida, con él no hay mucho disimulo posible, de manera que le dije, sabiéndole comprensivo ante semejantes accesos:

-Hay ahí una mujer que me ha dejado sin aliento. Aunque sea mucho pedirte, no te vuelvas hasta que yo te diga. Y es más te advierto ya un cosa: si ella y el hombre -con quien está cenando se levantan, yo saldré tras ellos escopetado, y si no, esperaré lo que haga falta a que acaben para luego hacer, lo mismo. Si quieres vienes conmigo y si no te quedas y ya haremos cuentas.

Ruibérriz de Torres se alisó el pelo con coquetería. Le bastaba saber que había una mujer notable en las inmediacionos para segregar virilidad y ponerse presumido. Aunque él no la viera ni ella a él; todo un poco animalesco, se le hinchó el niki.

-¿Es para tanto? -me preguntó inquieto, se le iba el cuello. A partir de ahora no iba a ser posible hablar de nada más, y era culpa mía, yo no le quitaba el ojo a la chica.

- Puede que para ti no -contesté-. Para mí sí puede serlo. Para tanto y más. Ahora veía también de medio perfil al acompañante, un hombre de unos cincuenta años con aspecto adinerado y tirando a tosco, si ella era: una puta el tipo era un inexperto o, ignoraba que podía haber ido más al grano, sin el trámite de la cena en terraza. Si ella no lo era, el trámite estaba justificado, lo que lo estaría menos sería que la mujer hubiera aceptado salir con un individuo tan poco atractivo, aunque para mi siempre han sido un misterio las decisiones de las mujeres en lo relativo a sus devaneos como a sus amores. Lo que era seguro es que no estaban casados ni comprometidos ni, nada, quiero decir que estaba claro que aún no habían yacido, según la expresión anticuada. El hombre hacía demasiados esfuerzos por mostrarse ameno y atento: llenaba puntualmente la copa de ella parloteaba anécdotas u opiniones para no caer en el silencio que disuade de cualquier contacto, le encendía los cigarrillos -con un mechero antiviento, de brasa como el de los coches, los españoles no hacen eso si no buscan algo.

A medida que la fui mirando mi convencimiento inicial disminuyó, como pasa con todo: a la seguridad sigue incerteza y a la incertidumbre ratificación, en general cuando es demasiado tarde. Supongo que según iban pasando minutos la imagen de la mujer viva se me imponía sobre la de la muerta, desplazándola o desdibujándola, admitiendo por tanto siempre menos comparación, menos semejanza. Se comportaba naturalmente como una mujer ligera, lo cual no significaba que hubiera de serlo, para mino podía serlo en la medida en que aún se le superponía la de solación de las luces y la televisión encendidas durante todo un día y del semen inmerecido en la boca y del agujero en el pecho que aún se merecía menos. Lo mire, miré sus pechos, los miré por hábito y también porque eran lo que más conocía de la asesinada además del rostro, traté de que ahí se produjerá también el reconocimiento pero fue imposible, estaban cubiertós por sostén y vestido, aunque pudiera vislumbrarse su inicio en el escote ni sobrio ni exagerado. Se me cruzó como un rayo el pensamiento indecente de que tenia que ver como fuera esos pechos estaba seguro de reconocerlos si los veía al descubierto. No sería tarea fácil, menos aun aquella noche, en la que su acompañante tendría esas mismas intenciones y no me cedería el sitio.

De pronto olí el olor, un olor dulzón y pastoso, un aroma inconfúndible, no supe si me lo traía por vez primera el cambio de dirección del aire o si era el primer cigarrillo con sabor a clavo que se fumaba en la mesa contigua a la nuestra, un buen cigarrillo distinto con el café o la copa, como quien se concede un cigarro. Miré rápidamente las manos del hombre, veía la derecha, manoseaba el mechero con ella. La mujer sí tenía un cigarrillo en la izquierda, y el hombre alzó entonces su brazo izquierdo para pedirle al camarero la cuenta con un gesto, la mano vacía, luego en aquel momento de olor exótico sólo fumaba ella, fumaba un Gudang Garam indonesio que crepita al quemarse con lentitud, yo había tenido un paquete hacía dos años, lo último que recibí de Dorta, y lo había hecho durar pero no tanto, al mes de dármelo él se me había acabado, fumé el último pitillo en memoria suya, bueno, cada uno y todos, guardé el paquete rojo vacío, Smoking kills, eso dice. Cómo era posible que a ella si es que era ella- le hubiera durado tanto el que le habría regalado también mi amigo, la misma noche. Dos años, los cigarrillos kretek estarían secos como el serrín, aquel olor era penetrante.

-¿Hueles lo que yo huelo? le pregunté a Ruibérriz, que se estaba hartando.

-¿Puedo mirarla ya? -dijo.

-¿Lo hueles? -insistí.

-Sí, no sé quién está fumando incienso o algo, ¿no?

-Es clavo -contesté yo-. Tabaco con clavo.

El gesto del hombre al camarero me permitió hacerle yo a otro el mismo gesto de la escritura y estar listo cuando se levantó la pareja. Sólo entonces di permiso a Ruibérriz para que se volviera; se volvió, decidió acompañarme. Los seguimos a unos pocos pasos, vi a la mujer de pie por vez primera -la falda corta, los zapatos con los dedos al aire, las uñas pintadas- y durante esos pasos oí también su nombre, el que no había tenido nunca para mí ni para Gómez Alday ni quién sabía si para Dorta. 'Hay que ver qué bien te mueves, Estela', le dijo, el tosco, no lo bastante para no estar en lo cierto en su comentario. Nos separamos un momento Ruibérriz y yo, él fue hasta el coche para poder recogerme en cuanto ellos subieran al suyo, no eran gente de taxi. Cuando lo hicieron monté yo en el nuestro y rodamos siguiéndolos a escasa distancia, no había demasiado tráfico pero sí el suficiente para que no tuvieran por qué notamos. El trayecto fue breve, llegaron a una zona de chalets urbanos, Torpedero Tucumán la calle, un nombre cómico para dirigirle una carta. Aparcaron y entraron en uno de ellos, de tres pisos, había luces encendidas ya en todos, como si hubiera bastante gente en la casa, tal vez acudían a alguna fiesta, después de la cena la fiesta, en verdad cuánto trámite el de aquel sujeto.

Ruibérriz y yo aparcamos sin salir del coche por el momento, desde allí veíamos las luces pero nada más, la mayoría de las persianas bajadas a medias y había visillos que no movía el aire, habría que haberse acercado hasta alguna ventana de la planta baja y haber espiado por una ranura, puede que acabemos haciéndolo, pensé rápidamente. Enseguida nos pareció, sin embargo, que no podía tratarse de ninguna fiesta, porque no salía música de aquellas ventanas abiertas ni tampoco rumores de conversación anárquica ni risotadas. Sólo estaban subidas las persianas en dos habitaciones del tercer piso y allí no se veía a nadie, sólo una lámpara de pie, paredes sin libros ni cuadros.

-¿Qué te parece? -le pregunté a Ruibérriz.

-Que no tardarán demasiado en salir. Ahí no hay mucha diversión, y esos dos no pasarán juntos la noche, no ahí al menos, sea lo que sea la casa. ¿Has visto quién abrió o si llamaron?

-No he podido, pero creo que no llamaron.

-Puede ser la casa de él, y si es así ella saldrá dentro de un par de horas. Puede ser la de ella, y entonces será él quien salga, al cabo de menos tiempo, digamos una hora. Puede ser una casa de masajes, así, les gusta llamarlas ahora, y entonces será también él quien se vaya, pero dale sólo media hora o tres cuartos. Por último podría haber ahí dentro unas cuantas timbas selectas, pero no lo creo. Sólo en ese caso podrían pasarse la noche ahí metidos. Tampoco me pega que sea la casa de ella.

Ruibérriz conoce bien los territorios de la ciudad, tiene costumbre y ojo. No hace muchas preguntas y es capaz de averiguar lo que sea o encontrar a quien sea mediante dos llamadas y quizá otras tantas hechas luego por sus interlocutores.

-¿Por qué no me averiguas qué casa es ésa? Yo me quedo aquí esperando, por si salen los dos o uno antes de lo previsto. No te llevará nada de tiempo saberlo, estoy seguro.

Se quedó mirándome con los brazos bronceados sobre el volante.-¿Qué pasa con esa tía? Qué pretendes. No la he visto demasiado bien, pero quizá no sea por fin para tanto.

-Para ti no probablemente, ya te lo he dicho. Déjame ver que pasa esta noche y otro día te cuento el relato completo. Por lo menos tengo que saber dónde para, dónde vive, o dónde se acuesta esta noche, cuando le dé por acostarse.

-No es la primera vez que me pides que espere a un relato, no sé si te das cuenta.

-Pero a lo mejor es la última -le contesté yo. Si le contaba enseguida que creía estar viendo a una muerta, era posible que no me echara una mano, esas cosas le ponen nervioso, como a mí normalmente.

Continuará

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