El hijo de Itzea
La importancia de la obra de Caro Baroja rebasa con mucho el marco necesariamente estrecho de la vascología, e incluso el del hispanismo. No podría precisar ahora qué porcentaje del inmenso número de páginas que constituye su obra está dedicado a temas vascos. Pero estoy seguro de que, cualquiera que este sea, el estudio de la cultura popular del rincón occidental del Pirineo tuvo siempre en él un lugar de predilección desde que, en 1929, contando sólo 15 años, entregó al Anuario de Eusko-Folklore, la revista fundada pocos años antes por José Miguel de Barandiarán, su primer trabajo de etnografía: Algunas notas sobre la casa en la villa de Lesaka. Como estoy seguro también de que su paisaje más íntimo, su paisaje del corazón, estuvo hasta el final en la regata del Bidasoa, esa comarca de la montaña navarra recorrida por las sombras de Jaun de Alzate y Zalacain el Aventurero, donde eligió morir.Quizá el más vasco de los rasgos de Julio Caro Baroja, rica y compleja mezcla él mismo de diversas estirpes y pueblos, fuera su amor por la casa, ya perceptible en el título del artículo mencionado. De esa preocupación, no sólo científica sino también conmovedoramente sentimental, por lo más distintivo del hábitat humano (para don Julio, el hombre como especie se definiría, sin duda, como el animal que construye casas) da testimonio, además de sus estudios, de sus cuadros y de los numerosos bosquejos de sus cuadernos de campo, la escueta dedicatoria que puso al frente de Los Baroja, obra cumbre de la literatura memorialística española de todos los tiempos: "A Itzea, de su hijo".
Iztea, cuyo significado literal en vasco es "la Casa", fue la metáfora central del universo carobarojiano. La casa tuvo en él un sentido no limitado al de la construcción techada. Fue también un modelo general de percepción del espacio humanizado, producto, ciertamente, de una técnica, pero, sobre todo, de una poética. Porque, como le gustaba recordar a don Julio, citando a Hölderlin, es tarea del poeta construir lo habitable. Abominaba, por supuesto, de la urbanización estólida que había Convertido gran parte del País Vasco en un museo de fealdad y en la que veía, no sin razón, una de las causas principales de la violencia. Eros, decía el poeta inglés Auden, construye ciudades. El odio, como sabía Caro Baroja, las destruye, ya sea con la piqueta, los obuses o los coches bomba. Hoy, cuando don Julio va a reunirse con sus sombras queridas en el seno de lo que los vascos de antaño consideraban también una extensión de la casa, todos los bien nacidos de este país lloran su muerte. Su figura, no obstante, no ha dejado todavía de crecer.
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