Japón y el pasado
LA CELEBRACIÓN de una victoria militar por unos es siempre el recuerdo de la derrota de otros. De ahí las dificultades para una conmemoración, conjunta entre antiguos enemigos, por aliados que sean en el presente. Si ya fue problemática la organización de los actos del cincuentenario de la derrota de la Alemania nazi en mayo pasado, la celebración de la victoria aliada sobre Japón, de la que ayer se cumplía el medio siglo, tenía que serlo mucho más. Hay numerosas razones para ello. Primero está la dificultad de la parte vencedora de celebrar una victoria que al menos se precipitó por el lanzamiento de dos bombas nucleares sobre sendas ciudades japonesas densamente pobladas. Aquellas dos terribles explosiones de la bomba de la nueva era despojaron ya entonces de toda épica a la victoria y hoy se recuerdan con vergüenza en las sociedades que entonces combatían a Japón. Segundo, los japoneses no pudieron disociarse del régimen que les llevó a la guerra con la radicalidad que les ofreció la historia a los alemanes con la condena del nazismo y la ejecución de algunos de sus líderes.
Por el contrario, el emperador Hirohito, en cuyo nombre el Ejército japonés sembró el terror por todo el Pacífico y los mares de China, siguió en su puesto. Y los innumerables crímenes japoneses, desde la invasión de Manchuria hasta los últimos días de julio de 1945, por execrables que fueran, no tenían ese carácter único del genocidio de los judíos simbolizado por Auschiwitz que propició en Alemania la ruptura cultural con el pasado. Sin olvidar que las explosiones nucleares de Hiroshima y Nagasaki y su presencia en la memoria colectiva explican que los japoneses hayan tendido muchas veces a considerarse víctimas de aquella guerra y a olvidarse de las atrocidades cometidas en los países de toda Asia y de su ataque a Pearl Harbour.
Los japoneses, poseedores de una antiquísima y sofisticada cultura, han seguido, por tanto, asumiendo una continuidad histórica de, su patria que hizo impensable durante cinco décadás que alguno de sus máximos representantes admitiera la culpa del militarismo japonés, lamentara sus crímenes en el exterior y pidiera perdón por ellos a las víctimas. Hubiera supuesto su suicidio político.
Ayer, el primer ministro Tomiichi Murayama rompió con esa tradición tan cuestionada. Expresó su dolor por las víctimas de la guerra de agresión y del colonialismo japonés y pidió disculpas a las víctimas. La reacción de quienes aun no pueden soportar este reconocimiento de la propia culpa no se hizo esperar. Gran parte de los ministros de su Gobierno acudieron al santuario de Yasukuni que honra a los muertos ja poneses de la guerra y a sus líderes militares y que es hoy lugar de peregrinacion para el nacionalismo japonés. No debe sorprender. También Willy Brandt fue virulentamente atacado por la derecha nacionalista alemana por arrodillarse ante el monumento a las víctimas del nazismo en Varsovia. Hoy existe en Alemania amplio consenso sobre el inmenso valor humano y político de aquel gesto.
A muchas víctimas les sabrá, por el contrario, a poco. Y sin embargo, la declaración de Murayama es un hito en la historia de un país como Japón que pasa como tantos, otros por una profunda transformación política, económica y social desde el final de la guerra fría. Ya no es Japón el protegido favorito de Estados Unidos en Asia, sino un rival más en el mercado global. Han surgido en su entorno otros paises de enorme poderío económico, y China renace como el gran coloso político y militar de la región. Así las cosas, es vital que Japón mantenga su identificación con los valores democráticos y no vuelva a caer en tentaciones nacionalistas o de "identidades asiáticas". Para ello no hay mejor fundamento que la verdad histórica y el reconocimiento de los crímenes del pasado. Las generaciones presentes y venideras deben asumirlos como argamasa para el consenso democrático y vacuna contra la repetición de semejantes atrocidades.
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