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El origen: meta y mito

Fernando Savater

"Mi meta es, el origen", escribió Karl Kraus y tal podría ser también el lema bajo el que va a terminar este siglo, aunque tomado en un sentido que poco tiene que ver con Kraus. En el terreno religioso y filosófico, pero sobre todo en el campo de lo político, asistimos a un regreso incontenible de lo originario o, más bien, a un regreso colectivo hacia lo originario. El futuro es desconcertante, cuando no francamente amenazador; el presente decepciona por el escándalo de su corrupta confusión ética y por la trivialidad de su propuesta estética (¿puede ser otra cosa el presente que trivial, si sólo el pasado sabe ser prestigioso y sólo en el porvenir hay esperanza?). De modo que el origen se ofrece como un asidero a partir del cual se podrá otra vez con firmeza valorar, discriminar y decidir. Nótese que se apela aquí al origen, no sencillamente al pasado. También el pasado es discutible y por ende rechazable: el pasado ha fracasado, como demuestra el presente (oímos repetir, por ejemplo, que el sesenta y ochismo permisivo "ha fracasado", el Estado de. bienestar "ha fracasado", la transición política a la española "ha sido un fraude y un fracasó", así como también han fracasado el socialismo, el liberalismo clásico, el comunismo, la Ilustración, la modernidad, la ONU, el desarrollo económico, la descolonización, etcétera...). Queda el origen: el origen es una provincia del pasado, pero indiscutible, invulnerable, incorruptible. Lo que ocurre es que el vendaval de los tiempos recientes (hay diversas versiones de cuando comienzan éstos: a partir de la caída del muro de Berlín, o de la muerte de Franco, o del Concilio Vaticano II o del final de la II Guerra Mundial, o desde la industrialización, o desde el siglo de las luces, o desde Descartes y su racionalismo) ha ocultado en sus brumas lo originario. De modo que hay que rescatarlo, establecerlo de nuevo revelarlo... Es la tarea de los profetas del origen, que en cada una de las áreas teóricas o prácticas traen la buena nueva de que lo nuevo ha dejado de ser bueno.¿Ventajas de lo originario? Algunas han sido ya apuntadas. Como la doctrina en boga es que las opiniones se equivalen, que cada cual tiene la suya y todas deben ser respetadas (es decir, que no hay forma racional de decidir entre ellas), recurrir al origen es lanzar sobre el tapete el comodín irrefutable que zanja toda discusión subjetiva porque es previo a la configuración de las subjetividades. Las opiniones expresan la voluntad de cada cual pero lo originario es anterior y más profundo que cualquier voluntarismo. En esta hora presente en que todo es relativo, el origen puede afirmarse como inapelablemente absoluto. Sobre todo, la excelencia de lo originario proviene de que escapa a cualquier acuerdo entre hombres corrientes y molientes, a toda convención. Lo que unos hombres han acordado, otros lo pueden revocar o poner en tela de juicio: cuanto es convencional siempre presenta pros y contras, siempre deja parcialmente insatisfecho a cada uno porque encierra concesiones a los demás. De aquí, según el antihumanismo heideggeriano, la ineptitud de la razón discursiva de los individuos para fundamentar valores auténticamente universales. El origen, en cambio, no está sujeto a debates ni a caprichos, no admite componendas ni por tanto revocación. Ateniéndose al origen uno puede autoafirmarse de forma plenamente objetiva, sin intercambiar explicaciones con la subjetividad del vecino ni admitir sus quejas. Lo originario no tiene enmienda, pero a partir de ahí puede enmendarse cuanto se nos opone.

Porque el origen cumple primordialmente, una función discriminadora, la de optar entre unos y otros: aún mejor, legitima a unos para excluir a otros. El origen es un requisito que algunos tienen frente a quienes no lo poseen, por defecto de linaje o falta de fe. El origen es una señal distintiva, el índice de una pertenencia compartida: determinado parentesco nacional o racial, un agravio fundacional común, la pertenencia a determinada iglesia que administra la revelación divina contra incrédulos y herejes. Lo universal no sirve como origen, porque cualquiera lo alcanza y no funciona como factor de discriminación. Los derechos humanos, por ejemplo, son la negación de lo originario, porque dicen provenir del reconocimiento antidiscriminatorio de la actualidad efectiva de la humanidad en cada individuo, pasando por alto la peculiaridad de su origen. La humanidad (su condición racional, lingüística y mortal, etcétera) es también un origen, si se quiere, pero el origen que minimiza y desarraiga todos los demás, el origen que solicita el acuerdo convencional y su fragilidad discutible en lugar de abolirlo. El reconocimiento de cada presencia humana convierte los valores en formas de trato hacia el futuro en vez de. remontarlos hacia el pasado como dogmas irrenunciables y selectivos.

Caso práctico. En un reciente Informe semanal, con motivo del centenario de Xabier Arzalluz, el ubicuo jelkide sostuvo que la razón de ser del nacionalismo vasco es "que nos dejen ser lo que somos". A primera vista, nos dejen o no nos dejen, parece difícil que seamos otra cosa que lo que somos. Pero probablemente lo que entiende Arzalluz por "lo que somos" es "lo que fuimos" o quizá "lo que somos según nuestro origen". Claro está, a estas alturas del siglo XX convertir. el origen en fundamento exclusivo y excluyente de una sociedad suena a tiranía, por lo que el recién acuñado manifiesto del PNV sostiene que "los vascos de los seis territorios constituimos un mismo pueblo por su origen y por su voluntad". Lo malo es que el origen y la voluntad no son fácilmente compatibles: el pueblo tiene un sólo origen pero la voluntad es cosa de cada. uno de los ciudadanos, a no ser que se la reduzca a la simple reafirmación del origen. Y para comprobar que las voluntades ciudadanas vascas no coinciden ni siquiera como alucinación colectiva con el origen común no hay más que ver lo que de hecho se expresa política y culturalmente en los seis territorios. El nacionalismo hace un meritorio esfuerzo modernizádor al incluir la legitimación por la voluntad junto a la del origen, que es la suya propia, pero el resultado es como aquella "madera de hierro" que proponían como ejemplo de contradicción intrínseca los lógicos medievales. .Ocurre lo mismo con otro punto del mismo documento donde se afirma que la lengua de nuestro pueblo es el euskera": la lengua del pueblo según denominación de origen, será el euskera pero los vascos hablamos además castellano y francés... mayoritaríamente. El citado manifiesto establece noblemente que ningún pueblo tiene mayor dignidad que otro y rechaza el racismo, la opresión, etcétera... Bien está. Cada pueblo tiene su origen y por tanto tiene derecho a sentirse pueblo elegido. Lo alarmante es que los pueblos así concebidos deben permanecer homogéneos en lo interno y separados en lo exterior: la diversidad de orígenes absolutos hace que tales pueblos puedan yuxtaponerse pero no fundirse. Los individuos son capaces de mestizaje, pero los pueblos no: otra contradicción y no de las pequeñas, como pone- espeluznantemente de relieve, el caso de la ex Yugoslavia. Si el mito del origen se generaliza como meta en la nueva centuria que vamos a estrenar, ¿no tendremos ocasión de echar de menos esa especie amenazada, el ciudadano moderno, desarraigado y desterritorializado al menos en potencia, convencional, voluntarista e innovador, más pendiente de la incertidumbre vidriosa del presente que de la reconstrución y perpetua conmemoración fabulosa de lo originario?

Fernando Savater es catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid.

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