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En vísperas

José María Aznar acudirá al debate de mañana en el Congreso con un horizonte muy despejado para sus proyectos políticos; abstracción hecha del hongo nuclear de Muroroa, la única nube capaz de ensombrecer ese cielo radiante es su idilio público del pasado año con Damborenea, al que abrazó calurosamente en un mitin pocos meses antes de que el ex secretario general del PSOE vizcaíno -tras pedir el voto para el PP en las elecciones europeas- fuese procesado y encarcelado por su confesada participación en la creación de los GAL. Los acontecimientos han dado la razón a la. prudente decisión de Aznar de no presentar la moción de censura contra Felipe González: la sucesión de escándalos protagonizados por los socialistas ha bastado para convertirle en el virtual ganador de las próximas elecciones. Además, el caso Sóller ha brindado al líder del PP la oportunidad de someter a prueba la coherencia de sus denuncias contra la corrupción política del PSOE. Los graves problemas creados a los populares por el escándalo mallorquín, un caso típico de financiación partidista ilegal mediante la extorsión de comisiones a empresarios lavadas luego a través de operaciones de ingeniería financiera, se complicaron todavía más con el conato de rebelión interna abanderada por Gabriel Cañellas, presidente a la vez del Gobierno autonómico y de la Junta del PP de las islas. Atrapado entre las diligencias judiciales por corrupción y las amenazas de amotinamiento del PP balear, Aznar se enfrentó con un dilema que le obligaba a pagar un precio fuese cual fuese el camino elegido. Si templaba demasiadas gaitas, con Cañellas, su campaña de regeneración de la Administración pública quedaría desligitimada por insincera y oportunista, sobre todo después de que el Supremo condenara a Miguel Pérez Villar -consejero de la Junta de CastIlla y León cuando su presidente era Aznar- por prevaricación en el ejercicio de su cargo a ocho años de inhabilitación. Si hacía rodar la cabeza de Cañellas, corría el peligro de provocar una secesión en Baleares al estilo de las rupturas del PP organizadas por Hormaechea en Cantabria y por Alli en Navarra; como señaló en su reticente despedida, Cañellas barajó durante unos, días la posibilidad -finalmente desechada- de fundar una formación regional balear independiente.

Los comisionados designados internamente por Aznar para informar sobre el caso Sóller negociaron probablemente sus conclusiones con Cañellas: de un lado, no encontraron indicios de prevaricación del Gobierno balear en la concesión del túnel de Sóller; de otro, el secreto del sumario les prohibió teóricamente verificar la existencia de las comisiones ilegales percibidas en 1989 por el PP pero no les impidió insinuar que se trataba en realidad de donaciones anónimas legales. En un sorprendente non sequitur lógico, las benévolas premisas de este informe exculpatorio del PP balear arrojaron como conminatoria conclusión la orden de que Cañellas asumiese la responsabilidad política externa de esa absolución penal interna y presentase su doble dimisión como presidente del Gobierno y del PP de las islas. El cesante a palos, un avezado camastrón que llevaba doce años en el poder y se disponía a cumplir otro mandato cuatrianual, se resistió a desempeñar el papel de chivo expiatorio y movilizó a sus fieles para defenderle; sin embargo, Aznar se mantuvo firme en su decisión.

Si bien los tribunales no han dicho su última palabra sobre el caso Sóller, la rápida e implacable destitución de Cañellas por Aznar le ha salido por el momento barata y ha resultado beneficiosa para los intereses del PP. Todo hace suponer que los escándalos políticos seguirán castigando al Gobierno socialista -así lo testimonia el debate de mañana- durante los escasos meses que nos separen de la convocatoria, electoral; entretanto, Aznar se limitará a administrar cautamente su ventaja a la espera de que la fruta madura del poder caiga definitivamente de la rama.

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