Un tal Scott, guionista
Emitió TVE un filme estadounidense de 1938 titulado Tres camaradas. Es, pese a sus imperfecciones, una obra apasionante y por razones de fuste. La primera es su condición de alarde de la célebre puesta en escena invisible de Frank Borzage, director excepcional, que por su equilibrio, su penetración y su buen gusto es uno de los más poderosos elevadores a imágenes que han existido de guiones ajenos, a los que se atuvo con cautela de puro hombre de cámara. Creo que el filme, antifascista y muy radical, no se exhibió en la España franquista. Yo lo vi en París, en un ciclo-Borzage de una de aquellas salitas que sacaban a la calle las catacumbas cinéfilas de la cine mateca y me hizo, hace muchos años, percibir la singularidad de este admirable director.Si una película hecha por Borzage adolece (como le ocurre a ésta) de altibajos, es porque los tiene su guión, con seguridad mal construido. Y ahí salta otra carga de singularidad: ese mal construido guión de Tres camaradas está firmado nada menos que por Francis Scott Fitzgerald, uno de los más poderosos constructores de ficciones que ha existido. Para engrosar el enigma, hay constancia de que el novelista -entonces ya devastado por el alcohol y por Hollywood, hasta el punto de que un día le preguntó un colega: "¿Pero usted no está muerto?"; y alguien que indagó su identidad oyó: "Es un tal Scott, guionista"- empeñó el aliento en lograr una acabadísima construcción del relato, en el que quemó hasta la extenuación uno de los últimos brotes de su energía creadora.
¿Qué le ocurre a Tres camaradas? ¿Por qué uno de los más refinados bordadores de historias de que hay noticia incurre en la ilación de sucesos, en el desvelamiento de personajes, en el tejido de las interrelaciones de éstos, en los tempos de sus diálogos- en penduleos que, pese a estar armonizados por la generosa mirada de Borzage, van de lo sublime a lo vulgar, de la seda al esparto? La película, con sus destellos de total hermosura, fracasó y algo se sabe de su fracaso. Al productor, un joven ejecutivo de la Metro-Goldwyn- Mayer llamado Joseph L. Mankiewicz, no le gustó el guión y con fría furia en la que hay quien vio una sombra esquinada de envidia entró en él con la tijera abierta y barrió del papel más de la mitad de lo escrito por Scott, que cuando contempló el resultado quedó atrapado en un estado de rencor y abatimiento tan furioso, que pesó como una losa sobre lo que le quedaba de vida profesional y, cuando murió, sobre la autoestima de Mankiewicz, que soportó mal verse considerado un nuevo Eróstrato, mutilador de las palabras de un príncipe de la palabra.
Me contaron -y hay otros testimonios concordantes, uno de ellos el que aportó Juan Cobos en la presentación de Tres camaradas en la televisión- que alguien preguntó en París públicamente al director de La huella: "¿Es usted consciente, señor Mankiewicz, de que dentro de un siglo se le recordará más que por Eva al desnudo, de la que sólo hablarán especialistas, por su contribución a la muerte profesional y tal vez física de Scott Fitzgerald, del que seguirá hablando todo el mundo?". Mankiewicz, hombre de talento y, bajo piel flemática, propenso a la soberbia, brincó de su asiento, demacrado por la ira huyó de la sala y dio uno de esos portazos que encubren el silencio de la impotencia y dejan ver una herida abierta en quien lo da.
La dureza de la pregunta hace blando el gesto teatral de Mankiewicz, que no ignoraba que lo que dejó sin responder a su espalda es uno de esos pozos insondables que agujerean el territorio de lo irremediable, de lo trágico. Aquel tal Scott, guionista, uno de los seres más infortunados -"Vivir es un proceso de demolición", dijo de sí mismo- de que hay noticia, es hoy una hoguera que puede seguir ardiendo cuando el cine de Mankiewicz repose en los osarios de polvo amarillo del celuloide muerto. Y no es un lugar confortable en la historia de la imaginación y del honor humano (para quien como Mankiewicz buscó con tesón entrar en ella) conquistar ese sitio no por crear algo propio, sino por destruir una creación ajena.
Babelia
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