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Huesos de brontosaurio

Diego A. Manrique

La más grande de las bandas de rock and roll del planeta, dicen los creyentes. La más ingeniosa estafa del planeta rock, responden los infieles. Cada cuatro años, los Stones sacan un disco y se echan a la carretera. Se montan un escenario posapocalíptico donde se disimula un tele prompter que apunta hasta las presentaciones, no sea que Mick se quede en blanco. Y el circo se pone en marcha.Qué emoción. La misma pregunta de siempre: ¿Están bien o están mal los Rolling Stones? No es que importe realmente: en sus conciertos, la música no constituye lo esencial. Al menos comparado con la emoción de comprobar dónde quedó aquella fantasía de los sesenta que prometía que el rock te mantendría eternamente joven (las maquilladoras harán el resto). Más el perverso placer de paladear las paradojas de la historia: los chicos malos, los que eran objetivo de las policías de todo el mundo, son ahora respetables supervivientes que ven abrirse las puertas de los palacios presidenciales y pasan aduanas sin abrir maletas. Glorioso.

Inevitable el identificarse con semejantes pillos. Con ese Keith Richards al que la pose de bandido del rock empieza a petrificarse en carne arrugada y pelos grisáceos, ese Keith Richards que todavía insiste en venderse como cantante contra todas las evidencias. Imposible no sentir un ambiguo deleite al contemplar a Mick Jagger meneando el culo en su imitación de la gallina mojada: sabemos que, íntimamente, Mick piensa que la suya tal vez no sea la forma más digna de ganarse la vida, pero se traga su cinismo superior y accede una vez más a escenificar la ceremonia que nos hace felices.

En su descargo, urge señalar que ellos podrían funcionar en piloto automático -como ha ocurrido muchas veces a lo largo de los pasados 20 años- y nadie notaría la diferencia entre simulacro y pasión. Les pierde el prurito de demostrar quién es quién y se esfuerzan. Por ejemplo, su disco más reciente, Voodoo lounge, resulta mucho más convincente de lo habitual. En vez de trabajar al ritmo del caracol, se concentraron y resolvieron la papeleta en unas semanas, acicateados por Don Was, un productor que también ejerce de fan. Esa reconciliación con lo mejor de su historia les ha llevado a modificar su repertorio de directo, repescando esas canciones y esos sonidos de su primer decenio que antes ignoraban, en su afán de demostrarse contemporáneos, "no vivimos del pasado".

Ellos, que habían renunciado a esos discos turbulentos en favor de un sonido confortablemente adiposo y exento de audacias, han comprendido hacia dónde sopla el viento y han desempolvado aquellas grabaciones añejas, buscando las esencias de los Stones clásicos, lo que les hizo únicos y apasionantes.

Pero lo que les hizo grandes no fueron simplemente unos arreglos, una forma de grabar, una peculiar aproximación a los modelos negros. Era la correspondencia entre la música y lo que vivían, aquel torbellino de vicios, problemas, renuncios, fugas, putadas.

Esos paseos por el borde del precipicio son ahora el combustible de sus descendientes, de grupos como The Black Crowes o Primal Scream, que han leído todos los libros y visto todas las películas sobre el chalé de Redlands, Brian Jones, Altamont, Tánger, el retiro en la Costa Azul, Marianne Faithfull y Anita Pallenberg. Ahora, los Stones viajan en familia.

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