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¡Arriba los corazones!

Torrestrella / Muñoz, Mora, Sánchez

Toros de Torrestrella, 1º, 2º y 6º con trapío y encastados; resto justos de

presencia, flojos, manejables.

Emilio Muñoz: metisaca infamante en los bajos, bajonazo escandaloso y rueda de peones (silencio); media estocada caída (aplausos y también algunos pitos cuando sale al tercio).

Juan Mora: estocada trasera ladeada y rueda de peones (oreja); pinchazo trasero perdiendo la muleta, pinchazo trasero y estocada caída perdiendo la muleta (vuelta). Manolo Sánchez: pinchazo bajísimo, estocada corta atravesada trasera, rueda de peones y descabello (silencio); estocada corta atravesada (aplausos y saludos).

Plaza de Pamplona, 13 de julio. 8a corrida de feria. Lleno.

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El público pamplonés rindió su homenaje al mocico americano muerto en el encierro y luego hizo el esfuerzo de echar arriba los corazones. La fiesta sanferminera es así. Ha de ser así o no habría manera de sobrellevarla. En el encierro mañanero cada segundo que pasa es un síncope, cada lance una trágica brisa, cada incidente, una macabra pirueta. La muerte acecha palmo a palmo en todo el trayecto desde los corrales del Gas hasta los chiqueros de la. plaza, y cuando termina ese agónico recorrido, Pamplona entera prorrumpe en una explosión de júbilo.

A lo mejor han pasado muchas cosas en los tres minutos escasos de carrera: derrotes, volteretas, cornadas, caídas, fracturas, sobresaltos, peripecias escalofriantes, situaciones terroríficas, casualidades, milagros, al quite el capotillo de San Fermín. Y así cada fiesta sanferminera, durante quince años. Mas el día trágico había de llegar, y llegó: un mal comadón, seguramente tirado al albur, segaba en el acto la vida de un estudiante norteamericano. ¿Qué hacer entonces?

El dolor, la amargura del desgraciado suceso, atenazaba los sentimientos de las casi veinte mil almas que llenaban el coso pamplonés. El paseíllo lo hicieron las cuadrillas sin aplausos ni acompañamiento de pasodoble. A su término, las cornetas tocaron a oración y la plaza entera puesta en pie escuchó los fúnebres compases sumida en un estremecedor silencio. Nada más se podía hacer ya por el pobre mocico norteamericano. Y alguien gritó "¡Viva San Fermín!". Y respondió una ovación cerrada. Y todo el mundo echó arriba los corazones.

Juan Mora brindó al cielo el segundo toro de la tarde, precisamente el que causó la desgracia. La montera levantada señalaba aquel lugar en el infinito donde debía de encontrarse el mocico de Illinois. A muchos pamploneses se les hizo un nudo en la garganta. Todo el drama y la felicidad que puede dar la vida, toda la solidaridad y la ternura que es capaz de generar el ser humano, se les vinieron de golpe al alma. Juan Mora muleteó al boyante toro Torrestrella con hondura y asolerada torería en los ayudados por bajo; con la extremada afectación que le es propia, en los redondos y naturales. No se sabría decir si la faena fue de oreja. Sí lo fueron la emotividad y la galanura, y se la concedieron a petición clamorosa del público.

Al quinto, otro boyante ejemplar, volvió a instrumentarle los ayudados clásicos y lo toreó estupendamente bien al principio, cuando embarcaba desde la naturalidad abriendo el compás, desajustado y superficial después, cuando aflamencó las posturas y adoptó una histriónica verticalidad, que rayaba el esperpento. Lo cual no habría impedido que volviera a cortar orejas, si no llega a ser porque mató de mala manera.

Y ahí quedó cuanto toreo hubo en la tarde. No por falta de toros buenos. Antes al contrario, salieron manejables, en ciertos casos pastueños y algunos desarrollando excepcional nobleza. Entre estos últimos destacó el que abrió plaza: un toro colorao de irreprochable trapío y bien armado, fijo y suave, pronto al cite y siempre obediente al mando que impusiera el torero.

Ocurrio, sin embargo, que el torero -ese Emilio Muñoz en el peor momento de su dilatada carrera- no le imponía mando alguno. Azaroso y dubitativo, precavido y malhumorado, sencillamente lo destoreó y, finalmente, lo escabechó apuñalándole los costados. Al cuarto de la tarde, otro obediente ejemplar, Emilio Muñoz le ejecutó tandas de redondos y naturales con las trazas de quien' se esfuerza por dar los pases ceñidos y largos, pero en realidad los ejecutaba desajustados y cortos.

La actuación de Manolo Sánchez transcurrió con parecidos reparos y limitaciones, con la diferencia de que este diestro no tiene tan larga carrera, carece de historial, aún ha de justificar los motivos por los que figura en muchas de las más importantes ferias. Haciendo abuso de los derechazos, del pico para aliviarlos y sin recursos de lidiador, las faenas se le venían abajo.

Al sexto toro lo saludó Manolo Sánchez con dos largas cambiadas de rodillas, abrió su tarea muletera mediante una pedresina citando en los medios y éstos eran síntomas de que, al fin, iba a interpretar el toreo allegando el pundonor y el arrojo que le había faltado toda la tarde. Mas debió tratarse de un espejismo. Consumado el alarde, volvía al derechazo, a los alivios, al pico dichoso, a la mediocridad y la aflicción.

Nadie se molestó en reprochárselo, naturalmente. El público pamplonés ya estaba curado de espantos. Si había podido sobreponerse al horror de la tragedía, no iba a permitir ahora que le aguaran la fiesta las irrelevantes inhibiciones de un vulgar pegapases. E hizo como que no veía. Y apuró el último trago de la bota hasta dejarla enjuta y temblorosa. Y se echó a la calle bailando el riau-riau.

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