Un fenómeno otorrinolaringológico
Núñez / Muñoz, Ponce, Rivera
Toros de Joaquín Núñez, desiguales; lo y 4o con presencia, escasos de trapío resto; flojos y dóciles. Emilio Muñoz metisaca escandalosamante bajo, tres pinchazos bajísimos y media baja (bronca); pinchazo, espadazo en la tripa, pinchazo hondo, rueda de peones --aviso- y dobla el toro (algunas palmas). Enrique Ponce: pinchazo hondo caído, rueda de peones y dos descabellos (escasa petición y vuelta); bajonazo (oreja). Rivera Ordóñez: pinchazo, estocada ladeada, rueda de peones --aviso- y tres descabellos (ovación y salida al tercio); pinchazo y estocada (oreja). Plaza de Pamplona, 12 de julio.7ª corrida de feria. Lleno.
Rivera Ordóñez puso los pelos de punta al público pamplones con sus alardes temerarios. A algunos, además de los pelos de punta, les puso algo en el cuello. Congojos, conojos, cojenos: algo así decían por ahí; no se entendía muy bien. Los gestos, en cambio, sí eran expresivos: muchos se pinzaban con el índice y el pulgar por la parte de la nuez, mientras decían: "Me los ha puesto aquí". Cuando Rivera Ordóñez toreaba, la afición pamplonesa necesitaba un otorrinolaringólogo, es evidente.
Ocurrió el fenómeno otorrinolaringológico en el tercer toro, un animalito de escaso fuste, pero que le dio por colarse. Y Rivera Ordóñez, de cuyo arrojo ya había ofrecido muestras tirándole tres largas cambiadas de rodillas en las operaciones de recibo, lejos de sortear el peligro en la faena de muleta, lo asumía, aguantaba los gañafones, consentía las inciertas embestidas, y todo ello sin un respingo, sin un aspaviento, sin ninguna concesión a la galería.
No practicaba una temeridad gratuita Rivera Ordóñez sino que intentaba torear; es decir, encelar al toro, corregir sus intemperancias, dominarlo. Un circular citando de espaldas volvió a provocar afecciones de garganta al aterrorizado personal, y la faena de muleta hubiera acabado constituyendo un apoteósico triunfo, de no ser porque mató de manera deficiente y el torillo díscolo cometió la impertinencia de tardar en morir.
Al sexto de la tarde, una especie de novillote más propio de la plaza de Benirdorm que de esta pomposamente llamada Feria del Toro, le aplicó Rivera Ordóñez un desproporcionado tremendismo, y no era ése el caso. En primer lugar, el torillo ni se colaba ni nada. En segundo lugar, su bucólica docilidad no justificaba que el valiente torero se pusiera a pegarle pases de espaldas.
Borregos de bucólica docilidad son los que quieren las figuras para explayar su natural finura o demostrar la elástica versatilidad de su muñeca prodigiosa, y de ésos hubo unos cuantos en la tarde sanferminera. Dos de ellos, por supuesto los que presentaban el trapío más escaso e infundían menor respeto, le correspondieron a Enrique Ponce. Y como su muñeca y su finura son de las que hacen época, según proclama el poncismo militante, ofreció todo un recital: primero los ayudados; luego las tandas de derechazos; siguió por naturales; otra versión del derechazo, quieta la planta, con la apostura propia de los virtuosos en la materia; los ayudados finales y, en el quinto de la tarde, también unos pases de rodillas, de seguro efecto si de enardecer a las masas se trata.
Las masas se sintieron harto enardecidas, efectivamente. Las masas no entraban en disquisiciones acerca de la borrega condición de los toros ni de la templanza o la hondura con que los hubiese toreado el diestro. Unas veces instrumentó Ponce las suertes según mandan los cánones, otras marginando descaradamente las reglas del arte, casi siempre despegadillo del toro cuando no embarcándolo por la lejanía, pero todo se celebró con los olés y las ovaciones que rubrican los grandes acontecimientos.
El público pamplonés no admite medias tintas: un torero da pases o no los da; eso es todo. Si no los da, tal cual Emilio Muñoz al primero de la tarde, se pone furioso; si los da, tal cual el propio Emlio Muñoz al cuarto, se hace de miel. No es que el primero de la tarde resultara malo; es que Emilio Muñoz no acertó a darle ni un pase a derechas. Todo un récord.
El cuarto, en cambio, fue uno de los toros más tontos que se hayan visto en los sanfermines de muchos años a esta parte, y Emilio Muñoz aprovechó la feliz circunstancia para administrarle tandas de redondos y naturales con. cierta largura y reposo. También esta faena habría merecido oreja, mas el veterano diestro trianero mató por los bajos, al tabernario estilo. Quiere decirse que lo acuchilló, y eso ya no lo podía perdonar el bondadoso público pamplonés.
Cuando Emilio Muñoz monta la espada, a la afición pamplonesa se le revuelven las tripas. Además, estaba merendando. Y pase que entre bocado y bocado gritara olé, pero contemplar un navajazo en la tripa con la boca llena de hígado encebollado es como para echar la primera papilla.
El público pamplonés hizo de tripas corazón, sin embargo; siguió la fiesta, la faena de Ponce le alegró los corazones, y el sexto toro lo recibió con descomunal estruendo. Unas bandas daban gran tamborrada, otras y la andanada entera entonaban La chica ye-ye, por los tendidos de sombra se aclaraban con champán las acongojadas gargantas, por los de sol los mozos vaciaban los pozales tirándose la sangría a la cabeza, unas banderillas exornadas de rojo y gualda provocaron la gran pitada, aclamaron a Rivera Ordóñez que dio hasta siete circulares, siete, citando de espaldas. Y hubo oreja. Y el presidente saludó con la chistera. Y nos fuimos todos, a ritmo de marcha. Menuda marcha.
Babelia
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