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Juan Lladó, mecenazgo precursor

Sobre el largo periodo del franquismo se ha extendido en algunos aspectos el manto simplificador, una manera de deformación como otra cualquiera. La vida intelectual española sufrió una poda inm1sericorde con motivo de la guerra civil, pero sería una memez decir que aquí quedó un desierto estéril. Escritores, pintores, intelectuales de otro tipo, continuaron o brotaron, y ahí están sus obras, sean o no del exilio interior. Durante muchos años nos separó del exilio exterior un muro no totalmente impenetrable, pero cuyos resquicios permitían sólo una transmisión boca a boca de las maravillas exteriores, en trastiendas de librerías y en círculos reducidos. Pero después de la poda brotaron los retoños, y hubo esfuerzos individuales y colectivos que mantuvieron aportaciones culturales de primera calidad, y al margen de los mundos oficiales, que eran muchos, el franquismo era monolítico en la persona de Franco, la universal devoción que le profesaban todas las familias del régimen, y en su aceptación ciega e indiscutida, pero no en muchos aspectos de lo político, y, sobre todo, lo cultural. Además, estamos hablando de un periodo de 35 años, en el que los contenidos sociales y culturales, y económicos por supuesto, se modificaron tan profundamente que un observador alejado habría visto, con el transcurso del tiempo, y dentro del monolitismo político básico, casi una revolución cultural.Ahora se habla mucho de mecenazgo, y la riqueza sobrevenida al país desde los años sesenta, junto con el ambiente y situación de libertad, ha permitido una floración de las actividades de patrocinio privado de diversas manifestaciones de la cultura. Por supuesto que hay antecedentes mucho más antiguos, pero quiero recordar los nacidos en la época más oscura del franquismo, que los hubo, y, en concreto, el de Juan Lladó Sánchez Blanco.

La fundación Ortega y Gasset acaba de otorgar el décimo premio anual al mecenazgo empresarial que lleva el nombre de Juan Lladó, y se cumplen, a la vez, 13 años de su muerte. Quiero recordar a Juan Lladó.

Algunas de las aportaciones culturales más brillantes de las que tuve conocimiento desde mi juventud se hicieron posibles o facilitaron por el mecenazgo inspirado, dirigido y realizado por Juan Lladó. Recuerdo, sin poder precisar mucho las fechas, el desvelamiento, a cargo de Emilio García Gómez, de El collar de la paloma, de Ibrí Hazm; los tomos segundo y tercero del Carlos V Y sus banqueros, de Ramón Carande; el Macanaz, de Carmen Martín Gaite; las cartas de Lorca a Melchor Fernández Almagro; las cartas de Valera a Estébanez Calderón; Los afrancesados, de Miguel Artola; la Estructura económica, de Ramón Tamames; Sobre la esencia, de Zubiri; Antiguos y modernos, de José A. Maravall; Cervantes y la libertad, de Luis Rosales. Son recuerdos de lector, no enumeración erudita, se confunden en el tiempo; sólo tienen una cosa en común, responden a ayudas o patrocinios de la Sociedad de Estudios y Publicaciones (SEP), que Juan Lladó creó, desde el Banco Urquijo, en 1947.

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En esta mención aparecen ya varios rasgos del mecenazgo y aun de la personalidad de Juan Lladó. El primero es su temprana aparición, los años cuarenta, casi- presentes los efluvios del más acendrado espíritu totalitario que caracterizó al primer franquismo, después de la guerra civil. Porque antes de crear la SEP había fundado, en el seno del Banco Urquijo, la revista Moneda y Crédito, en la que agrupó a un conjunto de economistas, antes incluso del nacimiento de la Facultad de Económicas, que tenían en común la devoción por Antonio Flores de Lemus y la no inserción en los ' "canales" oficiales, su liberalismo, su desenganche del intervencionismo y la autarquía, que era lo que primaba en la épOca. Paredes, Valentín Andrés Alvarez, Ramón Carande, Julio Tejero, Agustín Viñuales, Luis Olariaga. En aquellos años había que ser muy original para tener las "ideas" y el valor, no de enfrentarse al sistema, que de eso no se trataba, sino de dar cobijo a iniciativas culturales fuera del territorio de lo oficial y lo protegido, fuera de los caminos falangistas o nacionalcatólicos.

Otra característica de esta labor fue su carácter variado en cuanto a la materia: literatura, historia, economía, filosofía, sociología, ensayos, además de pintura y música. A esta variedad de la materia acompañó la variedad en la orientación ideológica de los implicados: basta citar otros nombres que resultaron integrados, de un modo u otro, en el patrocinio de la SEP, Aranguren, Marías, Laín, Lapesa, Julio Caro Baroja, José Luis Sampedro, Ramón Trias Fargas, Luis Ángel Rojo, Dionisio Ridruejo, Cristóbal Halffter, y muchos más. Como se ve, el espíritu era estrictamente liberal, precisamente porque los favorecidos no siempre se proclamaban tales; y, en cualquier caso, al margen, completamente al margen, de los movimientos oficiales. Durante muchos años, esta clase de mecenazgo que no tenía miedo a las ideas, a los libros, requería mucha conciencia cívica; es políticamente más asequible, en periodos de opresión, apoyar sólo las artes plásticas, por ejemplo.

Y un rasgo definitorio del mejor mecenazgo: la implicación personal en las actividades promovidas; Juan Lladó estaba muy lejos de ser el poderoso que gusta adornarse de toda clase de lujos, incluidos, claro, los culturales; tenía aficiones por esas manifestaciones de la cultura, una estima intelectual por lo que se producía, una opinión, un gusto personal, el de un hombre culto y liberal. Algunos, muchos de los intelectuales, eran, además, sus amigos: Emilio García Gómez, Zubiri, Melchor Fernández AImagro, por ejemplo. No era un mero dador de mercedes o protector de la cultura; estaba metido dentro, no era un extraño que apoyara a un mundo incomprensible. En realidad, apoyaba a las personas, con tal de que fueran portadoras de ideas, al margen de un programa ideológico predeterminado; acogía proyectos y sólo les exigía calidad, en un ejemplar respeto a la libertad del creador y a su iniciativa.

Y su mecenazgo era así porque así era la persona. Juan Lladó había sido letrado del Consejo de Estado a los 23 años, y de la mano de Adolfo Posada había entrado en la Facultad de Derecho de la Universidad, entonces llamada Central; se movía en el círculo de Sánchez Román, ilustres juristas de raíz liberal; formó parte de la Comisión Asesora de las Cortes Constituyentes republicanas; fue uno de los fundadores de Cruz y Raya, había vivido, por tanto, el ambiente cultural e intelectual de aquella edad brillante que coincide, más o menos, con lo que se ha llamado la Generación del 27. Ya en tiempos de la República entró en el Banco Urquijo; se mantuvo al frente del banco en el Madrid de la guerra, momentos difíciles que le trajeron, luego, los sinsabores de un proceso, condena y prisión. En 1942 se reincorporó al banco; la familia Urquijo fue impermeable a los tan recientes y negativos antecedentes políticos, y en él siguió el resto de su vida.

No es mi intención traer aquí su faceta de banquero; pero lo era, y de una manera muy singular; fue, por ejemplo, el primero al que le pareció que los licenciados universitarios podían servir para la banca, y también singular porque nada más alejado de la imagen del yuppy o del patrón solemne y envarado; lo vi en su despacho, o paseando por las galerías o pasillos, pero nunca sentado en la mesa con un rimero de papeles delante; la suya era una manera socrática de trabajar, y a la vez peripatética; hablaba con la gente, se preocupaba, la preocupación connatural al ejercicio de una responsabilidad no se reflejaba en gesto adusto, ni se veían en él rasgos de estar agobiado; pero vivía con gran tensión interior, de ahí los paseos, de ahí que años y años no conociera el veraneo, estaba atento a lo que llamaríamos los "equilibrios fundamentales" del banco y de sus aledaños, era un escudriñador de personas, éstas no se sentían meras piezas de una organización, hasta extremos increíbles se ocupaba de ellas, de sus vicios y virtudes, era el suyo un modo muy personalizado de gobernar; no era paternalista; sin embargo, no abrumaba con condescendencias; la relación de trabajo se hacía, a la vez, relación amistosa, pero no como una técnica de "relaciones humanas de la empresa", sino como expresión natural de su humanidad. Y así, en todas sus actividades, también en las de mecenazgo. Para él, las ideas, las aportaciones, las creaciones culturales no tenían pleno sentido si no estaban ligadas a las personas concretas, a las que también llegaba en su atención. A partir de un cierto momento, ya en los años cincuenta, en esa tarea y con esos modos fue su complemento casi necesario otro singular personaje de banca, José Antonio Muñoz Rojas, que, felizmente, entre nosotros anda, vivo, vivaz, escribiendo lo que los desvelos bancarios le obstaculizaban entonces.

Sé que se está haciendo la recopilación de lo que fue una ingente tarea cultural, la de Juan Lladó, que tuvo un significado muy singular, político y empresarial. Juan Lladó creó un cobijo para la libertad, la libre expresión del pensamiento y la libre creación. Arrancó en una época oscura, y fue uno de los que contribuyeron a que hubiera luz, un hombre culto que prestó un servicio a la cultura, un mecenas de verdad, no un filisteo de la cultura; y un hombre que abrió caminos; nadie antes de él, en la banca española, había hecho nada semejante; ¡ah! y ni siquiera era un hombre rico, un magnate abrumador; pero sí una extraña especie de ejecutivo humanista. Confío en que un historiador ponga manos a la obra de historiar. Yo sólo quería dejar este recordatorio; un testimonio personal, una protesta frente al olvido y una expresión de reconocimiento de un trabajo bien hecho.

Jaime García Añoveros es catedrático de Hacienda de la Universidad de Sevilla.

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