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Sesenta años son nada

Félix de Azúa

En 1933, asqueado por la convulsa vida política francesa y apretado por la pobreza, Denis de Rougemont decidió abandonar París y habitar en un pueblo de alguna remota provincia. Aunque por prudencia nunca mencionó los nombres de aquellos lugares en los que residió, no es difícil adivinar que pasó un año en un villorrio del Norte, y otro en un pueblo del Mediodía de Francia. La experiencia quedó registrada en un notable diario (ese género que cada día concita mayor interés, y no en balde) cuyo título era ya un programa de trabajo: "Diario de un intelectual en paro".El alejamiento de París dio a Rougemont la oportunidad de medir la distancia abismal que separaba la vida de la capital, con sus círculos herméticos dedicados a la política, las finanzas, la cultura o el arte, y la Francia rural cuya existencia se encontraba en un estado próximo a la barbarie. Todavía en los años treinta el medio rural francés vivía en precario, sin comodidades, sin salubridad, sin tecnología, sin instituciones educativas; las poblaciones se habían embrutecido ron la pobreza, la ausencia de trabajo, la ignorancia, el alcoholismo, el cinismo de los caciques y la estrechez mental de la Iglesia católica.

El intelectual en paro pronto se percató de que el fenómeno más inquietante era que aquellas gentes apenas podían articular frases inteligibles. Habían perdido la facultad de expresarse. Vio también que el obstáculo esencial para superar semejante postración era la insolidaridad: cada cual se dedicaba a lo suyo, descuidado de cualquier interés común. Si su pozo le alcanzaba para el riesgo, poco le importaba al labriego la conducción de agua potable hasta el pueblo. De estar en su mano, la impedía.

También pudo comprobar la esterilidad de los intelectuales parisinos. Los de izquierdas, por engañar a aquellos pobres infelices con mentiras igualitarias, siendo así que lo único que se reparte es la miseria. Los de derechas, por atizar las angustias labriegas haciéndoles creer que un nacionalismo furibundo les liberaría de la marginalidad; una mística de la voluntad dirigida por estetas.

Otro elemento altamente significativo era el resentimiento que aquellas gentes manifestaban hacia el Estado, al cual velan como un lejano pero implacable enemigo al que es imprescindible engañar y sortear. En una ocasión, tras haberle rechazado un cigarro, el pueblerino ofreció a Rougemont la siguiente aclaración: "Es que yo dejé de fumar en la última subida del tabaco; no es por el dinero; ¡pero algo hay que hacer para defenderse de esos cabrones!".

No se desanimó Rougemont sino que, por el contrario, planteó la tarea urgente a la que debían dedicarse los intelectuales si no querían colaborar con el desastre: no idealizar a los excluidos a los barbarizados, y tratar de comprender por qué son tan insoportables, tan sucios, tan ignorantes, tan crueles, tan reaccionarios, tan insensatos, tan peligrosos. Rougemont creyó que lo esencial era la ausencia de una tarea común capaz de ofrecer una finalidad compartida solidariamente. En ausencia de una tarea común, la población vivía desintegrada y aislada, entregada a un egoísmo miserable, y a la espera de un Salvador.

Paralelamente, los sarcasmos y las denuncias chulescas de los intelectuales parisinos que escribían en los periódicos no eran sino gritos de impotencia ante el vacío de ideas y propuestas democráticas aceptables y realizables. Incapaces, de proponer soluciones, los intelectuales ocupaban los periódicos con el único fin de exhibir el tamaño de su honestidad. Los lectores les tomaron pronto la medida.

Han transcurrido 60 años y todo ha cambiado enormemente. ¿Todo ha cambiado, en verdad, tanto? Debo confesar que la lectura del diario de Rougemont me ha interesado. Creo que los elementos del retrato no han variado, pero se han trasladado. La vida rural ha sido la gran vencedora del último medio siglo. El pueblo que mejor conozco, Torroella de Montgrí (Girona, 7.023 habitantes en 1994), me sirve de ejemplo: no sólo dispone ya de los servicios de una gran ciudad, escuelas de todo tipo (incluido un conservatorio), comercio dinámico, comunicaciones rápidas, etcétera, sino que además celebra cada año un festival internacional de música clásica. Sólo falta que el centro urbano sea peatonal para que sus habitantes alcancen un nivel de vida próximo al de algunos súbditos holandeses.

Pero son ahora las ciudades las que responden al patético retrato de Rougemont. Ciudadanos aislados, desintegrados, barbarizados por la falta de trabajo y de objetivos; ciudadanos que viven en bolsas insolidarias, incapaces de expresarse, analfabetos, degenerados por el alcohol, las drogas, los espectáculos deportivos y la televisión; ciudadanos que sólo viven de noche y desaparecen durante el día cautivos del letargo. Ciudadanos tan prescindibles como aquellos campesinos franceses carentes de trabajo, de cultura, de ideas, de responsabilidad, de lenguaje; ciudadanos que ya sólo esperan la llegada de un Salvador.

Los intelectuales que escribimos en los diarios seguimos practicando el sarcasmo y la chulería ante la estupidez de los políticos pero no conocemos ninguna alternativa creíble; no hay propuestas. El fascismo no es sino la huida hacia adelante de quienes ya no esperan nada, no creen en nada y desprecian a todos los que no comparten su desolación y su dolor. El fascismo fue lo que acabó tragándose a las masas rurales francesas, y el fascismo acabará por tragarse a las masas urbanas españolas.

Los fenómenos que anuncian este deslizamiento hacia el fascismo son muy diversos; así, por ejemplo, la desesperación y la ausencia de ideas es lo que está convirtiendo a Herri Batasuna en un movimiento fascistoide dirigido hacia el lumpen urbano.

Pero hay fascismos más disimulados, como el de quienes destruyen los pocos espacios que todavía permiten al ciudadano reflexionar y expresarse, aprender a plantear preguntas y a responderlas. ¿Qué es lo que ha obligado a un director general del Ministerio de Educación a rebajar la filosofía en el bachillerato? También él amplía el espacio del fascismo porque desespera del pensamiento. Si Herri Batasuna trata de expulsar el lenguaje y el pensamiento de las calles de la ciudad, el ministerio trata de expulsarlo de las aulas. Cada vez que destruye un espacio antes ocupado por el lenguaje, ese vacío es ocupado inmediatamente por el ruido y la rabia: por el fascismo. La tarea que encomendó Rougemont a los intelectuales de hace 60 años sigue vigente: impedir la destrucción de los escasos ámbitos en los que todavía es posible razonar en común.

Félix de Azúa es escritor.

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Sobre la firma

Félix de Azúa
Nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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