El odio

Puede que estemos en vísperas de una nueva guerra civil y no por eso dejaré de comprarme un sombrero de paja. Lo sustancial de una guerra civil no es la pólvora sino el odio y éste comienza a estar muy bien repartido en nuestro solar. No es necesario pegar tiros. Basta con seguir disparando ciertas palabras. A pesar de todo, en medio de la guerra pienso tomar frutas y granizados en las noches caliginosas de este verano escuchando paso dobles de mucho metal. Ignoro si esto que llamo odio no será tan sólo el putrefacto calor de la canícula, dentro de la cual todas las avispas son reinas. En este país el sol de Justicia suele confundirse con la sed de venganza. Evidentemente esto no es julio del 36 porque entonces Caín y Abel llevaban alpargatas de esparto y culeras en los pantalones. Hoy los fratricidas se visten en Versace o en Arman¡. Tampoco se oye cantar a Estrellita Castro. El frente está en cada semáforo y los contendientes llegan a las trincheras vestidos de lino. Luciendo ese tejido uno puede odiar hasta el fondo de los huesos a otro adversario político en las terrazas, en las redacciones de los periódicos,- en las heladerías, en, los pasillos del Congreso, en los taxis, en los pasos de cebra, en el corredor de los hospitales. El odio contamina. Es una atmósfera. El espacio radioeléctrico está saturado de insultos como balas, delaciones y sospechas: a eso se le sigue llamando política todavía. El odio huele. Está compuesto de una mezcla de azufre, sudor de verano y esa humedad que precede a las tormentas. No se necesita un escáner para detectarlo. Basta con la simple nariz. ¿Libramos del odio? Tal vez nuestra democracia contaminada aún podría salvarse si sl1 llamara a Christo, que no es Dios sino un artista búlgaro americano el que acaba de entoldar el Reichstag, para que hiciera lo mismo con el palacio de la Moncloa hasta que caiga el Gobierno. Forrado de tela y atado como un fardo se con vertiría en una obra de arte y uno podría contemplarlo sin odio tomando granizados bajo el sombrero de paja.
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