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Barbara fuente

La plaza de Chamberí es una plaza castiza y afrancesada, contradicción menor en una ciudad en la que lo castizo asume la paradoja de su origen extranjero. La plaza de Chamberí, que presta, o recibe, su nombre del barrio así denominado, fue siempre una plaza sin pretensiones, un solar mínimamente ajardinado, coronado por la modesta espadaña de un convento, en el que vino a morir la única santa madrileña que pasó al santoral con sus dos apellidos, Santa María Soledad Torres Acosta.Chamberí, madrileñización de Chambéry, capital de la Saboya francesa, recibió tan espuria denominación, cuentan las crónicas, por un capricho de Isabel de Farnesio, egregia esposa del primer borbón español, Felipe V, que rememoró, enferma de nostalgia, en estos lugares, entonces frondosos y asilvestrados, los paisajes de su tierra natal. Desmantelada su traza borbónica y aristocrática, desplobada y urbanizada, la plaza de Chamberí no perdió del todo su afrancesamiento, evidente en la planta, casi napoleónica, de un edificio, hoy adscrito al Ayuntamiento, que exhibe en su fachada una tardía placa que recuerda a los olvidadizos ciudadanos que allí nació don Francisco Largo Caballero.

La plaza de Chamberí, ubicada en los antiguos campos del Tío Mereje, arrabal extramuros hasta bien entrado el siglo XIX, fue, hasta las últimas décadas de nuestro siglo XX, un terreno casi baldío, una planicie abandonada a su suerte, más descampado que jardín, zona neutral, tierra de, nadie, colonizada por los vecinos, mayoritariamente de la primera y de la tercera edad, de los alrededores. Así estaban las cosas hasta que un bienintencionado y malhadado edil socialista, Juan Barranco, suscribió la remodelación de la plaza y, de la noche a la mañana, brotaron allí unos incongruentes soportales de ladrillo que, pese a sus armoniosas proporciones e intenciones, cerraban y cegaban las perspectivas del entorno, facilitando además, como rápidamente vinieron a señalar los críticos de la oposición, el cobijo de toxicómanos, alcohólicos, inmigrantes, herejes, vagabundos y otras gentes de mal dormir. Para enmendar el desaguisado, y de paso dar satisfacción a sus bajos, por profundos, instintos socavadores, el alcalde Álvarez del Manzáno mandó derribar las socializantes e impopulares arcadas y aprovechó la coyuntura para horadar un agujero negro más en el subsuelo, un nuevo aparcamiento...

Pero es en la superficie donde más se ha notado el afán renovador del renovado alcalde y de sus asesores artísticos, a los que nadie podrá tildar de inmovilistas impunemente de ahora en adelante. Los consejeros áulicos en materias de ornato y estatuaria urbana del primer edil capitalino son humanos, y por tanto están sujetos a error, pero no han perdido su capacidad de rectificar, de corregir los fallos a los que puede llevarles su afán experimentador. Corregirlos y enmendarlos al instante, sin vacilaciones y sin tiquismiquis con el presupuesto. La fuente ornamental, seleccionada seguramente en un catálogo de venta por correspondencia, que había de amenizar con sus chorritos los jardines de Chamberí, no duró ni un suspiro en su emplazamiento. Unos días antes de las elecciones, cuando arreciaba la campaña antichirimbolos, los responsables del efímero engendro, a la vista del resultado final, aterrorizados por su osadía y antes de afrontar las presumibles críticas, decidieron la urgente demolición de la neonata fontana, que, en opinión de algunos testigos de su fugaz presencia, era una especie de piramide escalonada, un zigurat labrado en un material similar a la piedra pómez. De la noche a la mañana los atónitos obreros que habían colaborado en la erección del monumento destruyeron su obra, sin ahorrarse comentarios sobre el derroche, la volubilidad y la posible locura de sus empleadores.

De la plaza de Chamberí, cortada aún al tráfico por las obras del aparcamiento, ha desaparecido el cartel anunciador que mostraba en un dibujo tan esperanzador como mentiroso la idílica e hipotética imagen futura del entorno. Hay que ser un optimista irrecuperable para creer que de los escuálidos y despoblados arbolillos plantados pueden brotar las lujuriosas frondas prometidas. Y la fuente sustituta es llanamente un horror, una aberración que no se puede imaginar ni en pintura, una espeluznante combinación de lo clásico y lo moderno, media docena de infantes desnudos y regordetes trepando o reposando sobre un montículo de improbables rocas sin que medie el consuelo de un posible y ejemplar despeñamiento.

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