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Tribuna
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Doble vigilancia

Dos parecen ser las claves de la actual crisis política. La primera tiene que ver con los objetivos trazados por quienes sufrieron, en palabras de Pedro J. Ramírez, un "shock por el triunfo contra pronóstico del felipismo" en las elecciones de 1993; la segunda, con el poder del Estado y su ejercicio desde 1982. Pensar que la una es accidental respecto a la otra sería cerrar los ojos a una parcela de la realidad.Si se cree al adalid de los traumatizados de 1993, el triunfo del PSOE sólo fue posible porque González recurrió al "atavismo y a la falsificación" para hacer aflorar un millón de votos "con los que nadie contaba". Por supuesto, el resultado habría sido diferente si hubiera llovido, si a Anguita no le hubiera dado el infarto, si Aznar "no hubiera estado tan rematadamente mal en Tele 5" o si, colmo de la petulancia, el "CDS me hubiera hecho caso". En resumen, un resultado aleatorio o trucado, conseguido gracias al azar y a las artes embaucatorias de González y que era preciso combatir con todos los medios posibles.

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Pues lo que en modo alguno cabía aceptar resignadamente era el veredicto de las urnas. Al sentimiento de frustración, Ramírez respondía con una llamada a la acción. El sistema, escribía, aún ofrece suficientes "resquicios y oportunidades como para que merezca la pena seguir intentando alterar el curso normal de las cosas". Surgió así la especie de que una cosa es la mayoría parlamentaria y otra la mayoría social y que, por tanto, la situación sólo podía modificarse fuera del Parlamento, por empuje de esa supuesta mayoría guiada por líderes como Mario Conde, autor de "alentadoras teorías sobre la vertebración de la sociedad civil". La insistente identificación del régimen con el, "felipismo" permitía achacar a la forma de Estado las corruptelas del Gobierno y presentar el combate contra la corrupción como exigencia de una segunda transición hacia un diferente régimen político.

Todo eso habría sido impotente delirio si los gobiernos del PSOE no hubieran proporcionado munición más que suficiente a operaciones deslegitimizadoras del régimen como la que está en curso. Joaquín Leguina ha perdido otra preciosa oportunidad de callarse cuando decía en el último número de Tribuna: "Mire usted, al señor Ramírez se le ha acabado la munición, la gruesa, y a partir de ahora disparará con Mauser". Leguina podía haber sospechado que, después de la impresionante serie de tropelías cometidas bajo gobiernos socialistas, quedaba en el arsenal abundante munición, pues han sido sus correligionarios quienes la han fabricado y acarreado a manos llenas hasta depositarla a los pies, no de sus adversarios políticos sino de los enemigos del régimen. Es la impunidad establecida como norma y estilo de gobierno desde 1982 la que ha llevado a la democracia a su hora más baja y a su más sombrío horizonte.

Y en este punto, a todos nos alcanza alguna responsabilidad, porque hemos tendido a olvidar, como ñoña advertencia de viejos anticuados, la tesis que el liberalismo proclama desde hace un siglo: que el poder del Estado, como resumía Karl Popper, es un "dangerous though necessary evil", un mal peligroso pero necesario, de modo que "si relajamos la vigilancia y no reforzamos nuestras instituciones democráticas, podemos perder nuestra libertad". Popper sabía de qué hablaba: fue la deslegitimación de la República de Weimar, a la que contribuyeron conspicuos intelectuales y publicistas, lo que hizo perder al pueblo alemán su libertad a manos de agitadores y demagogos.

El problema del perplejo ciudadano es que la vigilancia debe montarse ahora en una doble dirección: frente a los poderes del Estado que, con fines miserables, han violado el supremo bien de la intimidad de las personas; y frente a esos poderes sociales que no han dudado en comprar a policías y militares doblemente corruptos con objeto de "alterar el curso normal de las cosas" y conseguir por medios espurios lo que no pudieron obtener por las urnas.

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