Del Cesid
Umbral el rápido ya me ha pisado esto. No importa; me ha dejado el honor de glosarle. Sobre todo porque su estilo jocoso y sinvergüenza podría hacer pensar que no dice cosas tremendamente serias y acertadas, como la de concebir (El Mundo, 14-VI-95) los prodigios de la técnica en figura de juguete. "El procedimiento es tan distraido -dice ["el cacharrito es tan divertido", gloso yo]- que acaba convirtiéndose en un fin en sí mismo". Luego recuerda, oportunamente, el Watergate; yo también pensé que la ventaja electoral que de aquello se esperaba no era sino un espejismo nacido de la sugestión del aparato: ¡Micrófonos del tamaño de lentejas! El embobado pasmo ante el milagro técnico infiere, irracionalmente, de la mera eficiencia funcional una indefectible utilidad: cómo va a ser inútil lo que tan bien funciona. Y en la acción invisible y a distancia se cumple el sueño de la antigua magia. ¿Va a renunciar el Poder a esos poderes? Es la cobarde incertidumbre partidista ante el poder descubierto y racional -ante eso que se llamaba "autoridad"- lo que empuja al Estado a confiar en los poderes mágicos y ocultos. El fetichismo tecnológico valora la importancia de un quehacer según la sofisticación del aparato: la de Manglano y el Cesid es lo que llaman "la seriedad del burro", e igual la del que los ve como un poder mas siniestro que ridículo. "Tendrás el mundo en tus manos" prometía el vendedor de talismanes; y ya querría yo saber de una sola y mínima ventaja política lograda por el juguete del Cesid. Un juguete tremendamente caro pero cuya maldad no está, por cierto, en ser útil, sino en ser repugnantemente vil -y no es que piense que la utilidad lo haría más honroso. Vil, para mí, no tanto porque viole ese "santuario" de la intimidad privada -un valor liberal que nunca me ha quitado el sueño-, sino porque recursos tan gorrinos infectan de abyección la vida pública y política.
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