La realidad de la mirada
José Luis Fajardo, a quien ahora el circo nacional ha situado entre el cielo y el suelo de la mezquindad con que tantas veces se trata de destruir la vida y la historia de los otros sin que nada importe nada, nació en La Laguna (Tenerife) y mantuvo desde chico una vocación artística irrevocable. Su ya larga biografía ha tenido muchos testigos, en muchos lugares del mundo, y este cronista es uno de ellos, y además -en estos tiempos habría que decir que esto se afirma con orgullo- uno de sus numerosísimos amigos; porque ha sido de veras un hombre emprendedor, arriesgado, polemista, un buen heredero de aquellos laguneros ilustres que se reunían en torno a las mesas perplejas de don José de Viera y Clavijo. Canarias, región a la que se le atribuye falsamente el carácter de aplatanada, simplemente porque fabrica plátanos, da gente así y muchas veces uno no lo subraya por el qué dirán, que es una más de las múltiples manifestaciones de la culpa, y a veces pasa también que porque hacen tanto ruido tantos uno dice: ¿y si ahora abro el paraguas no me caerá también a mí el chaparrón? Es una paradójica historia: se ha construido alrededor de la convivencia española una campana de escándalo que impide el sosiego, y en esa campana han metido ahora a este muchacho lagunero que desde chico se propuso no dejar de ser un adolescente; y así, como un adolescente, pinta en todos los cuadros de su última etapa la mirada de un niño que paseara, verdaderamente asustado, por las líneas ininteligibles de la historia.Esa mirada, del niño que está en tantos cuadros de Fajardo es, como dice Octavio Paz en su bellísimo poema Blanco, "la realidad de la mirada". Hay otras miradas, pero la más profunda, la que se toca con los dedos que tiene el alma, es esa que no se puede definir sino con pintura o con poesía, el arte más viejo del mundo, que decía el otro día Paz en su lectura audiovisual de Blanco en el Círculo de Lectores de Madrid. Fue un acto importante, en el que la mirada del poeta -risueño, feliz, recientemente premiado con el Mariano de Cavia, por un artículo que publicó Claves, y devuelto a la salud después de una operación delicada- se poso sobre los numerosísimos asistentes como si los quisiera reconocer a todos y uno a uno. Blanco, poema de tantos poemas, flotó luego sobre esa audiencia como su lluvia coloreada de palabras o insinuaciones que iban en efecto de un color a otro hasta quedarse en el blanco en el que acaso sea verdad lo que Paz dice: "La transparencia es todo lo que queda", la realidad de lo mirado, la realidad. de la mirada". Ahora El Equilibrista -la editorial mexicana que en su propio nombre parece definir lo que es la aventura de publicar poesía- ha vuelto a editar ese poema, en una edición especial que se lee al revés, como un acordeón, con sus líneas de color que se desvanecen en el silencio final. Es la definición de Paz: el silencio antes de la palabra no significa nada. ¿Qué significa después de las palabras?
Es la pregunta inquietante de la poesía. Es la persistencia, transparente de la mirada en nuestra memoria. Ahora pasó por Madrid otra de esas miradas, la de la actriz italiana Anna Galiena. Romana, rotunda y suave, fue célebre por su sonrisa, y su drama, en El marido de la peluquera, aquella película que parecía nacer para ser enteramente feliz y que luego se encontró, como en un desastre predestinado, en las brumas del suicidio. ¿Cómo consiguió esa mirada? "El director me dejó mirar, hacer que el drama evidente de aquella mujer estuviera en todos los ángulos de mi cara, así que si reía también se sabía por mis ojos que pudiera haber en el fondo esa sensación que luego el desenlace de la película hacía evidente". El llanto y la risa juntos, y no diciendo cosas contradictorias. Ahora ha estado en Madrid Anna Galiena presentando su último filme, Sin piel, Habla un español ya casi perfecto; es mucho más alta que en el cine, y es uno de esos rostros imborrables que acaso la naturaleza hace para que alguna vez la realidad de la mirada se parezca a la realidad de las películas.
Babelia
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