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La contra y los neutrales

A un joven que preparaba un atentado le explotó entre las manos la bomba que portaba y falleció en el acto. Se llamaba Antxón Tolosa. En San Sebastián, hace unos 15 años. Grupos de jóvenes abertzales cubrieron la parte vieja de la ciudad con pasquines que convocaban una huelga general en protesta por esa muerte, al tiempo que conminaban a los establecimientos de la zona a sumarse a la misma. La mayoría de los comerciantes cedieron a esa presión y bajaron la persiana. Apenas media docena de ellos resistieron, por lo qué fueron señalados mediante pintadas realizadas en sus escaparates. Gracias a esa marca, los amenazados pudieron comprobar un hecho insólito: los pocos establecimientos del barrio que habían osado mantener sus puertas abiertas eran los mismos escasos comercios que años antes habían sido multados por haberla cerrado en protesta por los últimos fusilamientos del franquismo.En San Sebastián, en junio de 1995, en el curso de una concentración por la liberación del secuestrado José María Aldaya, un librero, veterano militante antifranquista, fue agredido por unos jóvenes que le llamaron fascista y español "Admito lo segundo y niego lo primer" fue lo que acertó a decir antes de ser golpeado por un puño, según informaba la prensa local el día siguiente. Horas después, unos desconocidos arrojaban sendos botes de pintura roja y amarilla contra la librería en la que trabaja desde hace más de un cuarto de siglo el agredido. ¿Estará de más precisar que se trataba de uno de esos cinco o seis establecimientos de la Parte Vieja a que se refiere el párrafo anterior? ¿Será exagerado suponer que hay alguna lógica en el hecho de que sean precisamente quienes se atrevieron a desobedecer a Franco los que ahora se atreven a contravenir las órdenes de los escuadristas de KAS?

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Arrojar botes de pintura para marcar al disidente, destrozar las tumbas de las víctimas para prolongar la afrenta más allá de la muerte, celebrar ésta con rituales de fuego, exaltar la fuerza juvenil y justificar el recurso a la dialéctica de los puños y las pistolas en nombre del mañana de la patria: "Una cruz gamada se está formando entre nosotros", advertía hace algunos años un manifiesto de las organizaciones pacifistas que por entonces despertaban en Euskadi. El escrito recordaba que el triunfo de los nazis no se debió sólo a su violencia, sino a "la pasividad y al silencio, a la cobardía de la mayoría de la población, que primero calla y se encierra en sus casas dejándoles la calle y más tarde termina por entregarles su voto".

La violencia, cuando impone su presencia mediante la intimidación, crea una ansiedad que los más pusilánimes tratan de superar instalándose en la equidistancia: creen sentirse a salvo porque, si bien afirman que rechazan los excesos de ETA, reconocen con aire episcopal que "su violencia tiene un origen político". Pero afirmar esto último o es una banalidad -también los nazis actuaban por moviles políticos- o esconde el mensaje de que ese origen justifica el recurso, a la extorsión, el asesinato y la imposición de una minoría -14%- sobre la mayoría.

Las contramanifestaciones convocadas estas últimas semanas por los amigos de los secuestradores de Aldaya buscan aportar una coartada a los neutrales. Hay unos que piden la libertad del secuestrado, pero otros, en la acera de enfrente, aseguran que "aquí el verdadero secuestro que existe es el de la libertad de Euskadi". Grave dilema. ¿quién tendrá la razón? Mientras algunos aguerridos defensores de la libertad de expresión siguen pensándoselo, evitando cualquier desliz que pudiera interpretarse como precipitación en el juicio o falta de ecuanimidad, en el País Vasco se está librando actualmente la principal batalla en defensa, de la democracia de los últimos años. A despecho, como en Macbeth, del trueno que anuncia tormenta.

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