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Quejumbroso, doliente y resignado

Frente a la agresiva euforia, propia, del desenfrenado optimismo, de los primeros manifiestos de la hoy llamada vanguardia histórica, la que se produjo antes de la II Guerra Mundial pero, sobre todo, entre comienzos de siglo y los años veinte, el arte de este fin de siglo parece irremisiblemente atacado por la melancolía. No se trata ya de que no haya vanguardia que echarse a la cara, sino que el siempre y de suyo inescrupuloso comercio del arte ha acabado quemando hasta el sucedáneo inventado para suplir la ausencia de aquélla: la novedad biológica de la juventud. Sea como sea, sin nada excitante que vender y en pleno estado melancólico, el arte de este fin de siglo se ha vuelto quejumbroso, doliente, resignado y, en el mejor de los casos, introvertido. El contraste con el de comienzos de nuestro siglo es, en este sentido, brutal: los cubistas, por ejemplo, saludaban el nacimiento de un nuevo lenguaje artístico autónomo; los futuristas adoraban las máquinas; los constructivistas se creían ingenieros de un nuevo orden basado en la ecuación de la revolución industrial más comunismo; los dadaístas, en fin, se plantearon la destrucción del arte y sus herederos inmediatos, los surrealistas, la creación de una sociedad artística, en la que el deseo se impusiera a las violencias de lo razonable... Hoy, sin embargo, las pretensiones se han rebajado hasta lo increíble, quizá porque la experiencia vivida ha sido demasiado traumática.

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¿Quién, en efecto, se atrevería hoy a reclamar un orden nuevo, aunque el arte no expidiera un certificado de felicidad? Verdaderamente, la historia del siglo XX ha dejado poco espacio para el optimismo, el atributo esencial para quien espera, iluminado, un mañana liberador, la modernidad dinamizada por el progreso.

El espíritu taciturno del arte actual aletea sombriamente por cualquiera de las grandes exposiciones recientes, al menos por aquellas que no sean simplemente un pase de modelos para la nueva temporada. Así se ha podido apreciar en Identidad/Alteridad, de Jean Clair, en la presente Bienal de Venecia, donde el cuerpo, el tema de la muestra, ha quedado tan despojado de atributos que ya no es ni cuerpo ni tan siquiera carne animada, sino apenas objeto físico y metáfora. En esta exposición se trata, en definitiva, de hacer un inventario forense de metáforas. ¿Acaso se trata de reunir a través de estos monstruos el resultado caricaturesco de sueños anteriores demasiado osados? No sé; pero me da la impresión de que, como dice el refrán español, "de aquellos polvos, estos Iodos; de aquel optimismo, este pesimismo". En todo caso, la auténtica justicia poética de este fin de si glo consistirá quizá en hacemos asistir a la desaparición de la forma histórica del arte que hemos conocido, sin que ningún dadaísta lo haya reclamado airadamente. Algo así como el alma en pena del poema de Jules Laforgue que, tras la procesión de ánimas y la vuelta al cementerio, grita, desesperado: "¡Me han robado el agujero".

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