Las gafas rotas de Isaac Bábel
La historia siempre es injusta con el sufrimiento de los débiles, y no sólo porque tiendan a escribirla los vencedores de las guerras, o porque, como dice fríamente La Rochefoucauld, los malvados gozan de mayor consideración que sus víctimas: la historia es injusta con los que sufren porque su mismo relato tiende a erigirse con las proporciones geológicas de los grandes desastres, y en ellas las vidas y las muertes individuales quedan tan perdidas como las gotas de agua en el cataclismo de una inundación. La historia del siglo XX es un catálogo de monstruosidades que se neutralizan al reducirlas a cifras: los millones de muertos de la I Guerra Mundial, los muertos de hambre durante las colectivizaciones forzosas de la agricultura en la Unión Soviética, los muertos de la guerra civil española, los presos de la posguerra, los judíos aniquilados en el Holocausto, los millones de desplazados que erraban por la Europa en ruinas de 1945, los océanos de muertos provocados por los delirios de Mao Zedong en China y de Pol Pot en Camboya... El dolor de los débiles jamás consigue redención ni memoria por el simple hecho de que se pierde en la unanimidad aritmética, en las dimensiones excesivas de los libros de Historia, en los que siempre ocupan mucho más espacio los dictadores que sus víctimas.Leo estos días con incansable interés y creciente repugnancia un libro de más de mil páginas de letra diminuta, Hitler y Stalin: vidas paralelas, del historiador británico Allan Bullock, que es una compacta enciclopedia de la infamia, y estoy tan embebido en los episodios simétricos de esas dos biografías abominables que pierdo, sin advertirlo, el sentido de las proporciones, y miro de cerca los rasgos minuciosos y siniestros de los dos tiranos con una precisión que no soy capaz de dedicar a los sufrimientos individuales de ninguno entre los cientos de millones de súbditos que los dos aplastaron. Igual que en los noticiarios de los años treinta, Hitler y Stalin se alzan sobre multitudes humanas y agitan el mundo con ademanes furiosos de directores de orquesta germánicos o con una helada economía de estos que no es menos aterradora.
Es muy bueno leer varias cosas alismo tiempo, y ue las lecturas se e crucen a uno, iluminándole cosas que de otro modo no vería. En una revista encuentro un artículo sobre el escritor ruso Isaac Bábel, que fue detenido por el KGB y desapareció sin rastros en 1939, y un solo detalle, descubierto hace poco, de las últimas semanas de su vida, se contrapone en mi imaginación a los millones de detalles que Allan Bullock acumula ciclópeamente acerca de los dos dictadores de! su libro: a Isaac Bábel, que era un judío pequeño, desmañado, muy miope, gordito, un funcionario de la policía secreta o un carcelero de la Lubianka le quitó las gafas y se las pisoteó, dejándolo medio ciego e inválido hasta el día de 1940 en que lo fusilaron, después de semanas de interrogatorios y torturas. Lo habían encarcelado, le habían arrebatado lo único que tenía, quince carpetas con manuscritos de cuentos y cuadernos de diarios que desaparecieron para siempre. Pero no les bastaba con quitárselo todo: también tenían que romperle las gafas, tal vez para consumar así un agravio escolar, la burla inveterada del grandullón soberbio, la humillación del cuatro ojos que al quedarse sin gafas se queda aún más perdido y frágil en el mundo.Las gafas de Bábel, tan imposibles de hallar como sus manuscritos, pertenecen a la arqueología de los horrores sepultados del siglo, pero que ahora nos acordemos de ellas es también un indicio menor de restitución. Una gran parte de la obra de Isaac Bábel está perdida, pero en Estados Unidos han vuelto a traducirse todos los relatos que tuvo tiempo de publicar antes de que lo callaran y lo mataran, y también el diario que escribió en 1920, mientras era corresponsal de guerra en un regimiento de cosacos, un gordito con gafas que apenas sabía sostenerse encima de un caballo y era víctima frecuente de las bromas crueles de sus compañeros de armas. De las anotaciones de aquel diario proceden los cuentos secos y magníficos de Caballería roja, que aquí se leyeron mucho en los primeros setenta. Yo prefería, sin embargo, los otros dos volúmenes de Bábel que estaban en Alianza, Cuentos de Odesa y Debes saberlo todo, que eran libros para llevar siempre en un bolsillo y para estar siempre leyéndolos, cuentos muy breves de tenderos judíos y rabinos y niños torpes y miopes a los que sus padres obligan a estudiar violín, historias de mucho antes de la revolución, de cuando los progroms de principios de siglo, relatos de suprema ironía y ternura en los que el laconismo de Bábel no era una señal de sequedad, sino una sabiduría y una delicadeza del pudor, una poética que logra su máxima expresividad mediante la absoluta contención: "no hay cuchillo que pueda entrar tan certeramente en el corazón humano como un punto y aparte colocado en el momento justo".
A la vida de Isaac Bábel le puso el punto final un tiro en la cabeza. Mientras Hitler y Stalin se repartían Europa con un pantagruelismo de ambición más devastador que las peores catástrofes de la naturaleza él pasaba sus últimas semanas viendo objetos borrosos y tanteando los muros de una celda, estremeciéndose al oír pasos y ruidos. El libro de Bullock es un admirable adoquín de mil páginas que leo en la cama con dificultad y agrava el peso de mi bolsa de viaje: la autobiografía de Bábel que venía en los Cuentos de Odessa era una maravilla de página y media, con cada palabra y cada punto en el lugar justo para acertar al corazón. Sin duda la literatura es menos cruel que la historia, pues rescata unas pocas cosas de los naufragios tremendos de la experiencia humana y a veces otorga la dignidad de lo real o lo que dejó de existir: gracias a la literatura uñas gafas pisoteadas y un legajo de manuscritos desaparecidos constituyen las pruebas de un crimen y atestiguan la presencia en el mundo de Isaac Bábel.
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