El derecho a la vida
Muchos son los factores, algunos de peso, a los que cabría aludir para dar cuenta de la fragilidad de la democracia española; quiero fijarme en uno que, al sintetizar de alguna forma otras deficiencias, no es tan deleznable como a primera vista -parece. No tenemos una fecha -la fiesta nacional rememora un acontecimiento con una antigüedad que supera los cinco siglos- ni símbolos ni leyendas que mantengan en el ciudadano la devoción democrática. Lo contrario de lo que ocurría en el régimen anterior, que multiplicó los aniversarios -el 18 de julio, el Primero de Octubre-, así como las leyendas heroicas -el asedio del alcázar de Toledo- o macabras -Paracuellos del Jarama-. Con todo, en aquellos largos años la conciencia democrática de nuestro pueblo aún podía vibrar con algunas conmemoraciones: el 14 de abril tenía una significación muy especial, y las gentes de mi edad recordarán lo que incordió, tanto a los de un bando como a los del otro, el que sin el menor pudor la Iglesia convirtiese el Primero de Mayo en San José Obrero.En suma, a una tradición de mocrática tan débil y zigzagueante como la española le faltan símbolos, mitos, leyendas con que identificarse. En mi adolescencia, tan imperiosa era la necesidad de empalmar con una España. distinta que me fui construyendo algunas ficciones como puntos de referencia. La noticia imprecisa de que un presidente de la primera República habría dimitido por no firmar una sentencia de muerte cumplía con creces éste anhelo. Un demócrata español prefiere dimitir -la cultura de la dimisión es exquisitamente democrática- antes que firmar una sentencia de muerte: el derecho a la vida, base de todo lo demás, tiene para el demócrata un valor absoluto. Hubo un tiempo en el que en la memoria democrática de los españoles estaba grabado que don Nicolás Salmerón di initió de la presidencia de la Re pública por no firmar una sentencia de muerte, aunque tan hermoso gesto, como suele ocurrir en las leyendas, sólo en parte se corresponda con los hechos. En los primeros días de septiembre de 1873 se debatió en la Cámara un proyecto de ley encaminado a restablecer la pena de muerte para los delitos de insurrección militar. La Cámara lo aprobó y Salmerón dimitió.
Un demócrata no sólo no toleraría que se mate, por justificado y hasta operativo que pueda parecer -en este punto 'Tanático de los principios"-, sino que, de no poder impedirlo, se marcharía a casa convencido de que si, para defender la democracia, tuviese que aplicar los métodos de sus enemigos, sólo contribuiría con ello a suprimirla, de la misma manera que no se le ocurre cercenar las libertades con el pretexto de que de este modo las preserva mejor, como argumentan todos los dicta ores en potencia incular la democracia al principio, más ético que político, de no reconocer al Estado, sean cuales fueren las circunstancias, el derecho a matar, es, sin duda, una tesis harto discutible -algunos Estados de la primera democracia moderna, Estados Unidos de América, mantienen' la pena de muerte y los servicios secretos de está gran potencia no han renunciado al asesinato para conseguir sus objetivos-, pero adquiere mayor fuerza de convencimiento desde la experiencia de la Alemania nazi, o desde la que más- directamente nos concierne, la del régimen de Franco, que, imbuido de una mentalidad cuartelera, hasta sus últimos días no dudó de que había que matar "por el bien de España". La biografía que le ha dedicado Paul Preston pone especial énfasis en la convicción férrea del dictador de que asumir el terrorismo de Estado -la eliminación fisica de los que consideraba enemigos de España- lo estimaba imprescindible para el mantenimiento del orden y promoción de la "grandeza" de la patria. Dos imágenes compiten en nuestra memoria histórica: la del demócrata que prefiere dimitir antes que firmar una sentencia de muerte y la del dictador que estampa su rúbrica con la mayor impasibilidad y firmeza.
El franquismo se sostuvo sobre cientos de miles de muertos. Su única legitimidad, haber ganado una guerra civil que supo mantener latente como instrumento privilegiado de poder. Con estos anteceden tes, la democracia en España no podía renacer más que su primiendo la pena de muerte. A un pueblo que había sufrido tan cruel guerra civil y tan lar ga posguerra, el no matar en ningún caso y circunstancia te nía que imponerse como las señas más elementales de identidad democrática. Muchos estábamos convencidos de que vivir en una democracia su pondría, por lo menos, la garantía absoluta de que el Estado no mata ni tortura. Quedaba así claramente establecida la frontera entre democracia y dictadura en el hecho de que la primera se niega a matar y torturar, sean cuales fueren las circunstancias y los pretextos, mientras que la segunda conoce una larga lista de "valores" por los que él Estado estaría, incluso obligado a hacerlo.
Si trazamos esta línea, hay que dejar constancia de un "nacionalismo fascista" que mata -el de ETA y sus secuaces- de otro, nítidamente democrático, que renuncia a la violencia para llegar a la meta, como es el caso del independentismo catalán, pero también de un trasfondo franquista en la sociedad española que se puso de manifiesto en el apoyo, o por lo menos tolerancia generalizada, ante las sospechas, bastante bien fundamentadas, de que se recurría al asesinato estatal como medio de combatir al independentismo fascista.Los asesinato de los GAL constituyen el golpe más fuerte que ha recibido la legitimidad de las instituciones democráticas; el que se hayan producido de algún modo justifica, a toro pasado, los métodos franquitas -que han mostrado tener en cuestión tan primordial una amplísima base seicial-, a la vez que da mayor apariencia de legitimidad al fascismo independentista vasco, que, con la certeza de quienes estaban detrás de los GAL, ha renacido de sus cenizas. Los crímenes perpetrados por el Estado confirmarían que no habría alternativa al asesinato, propio de todo Estado que se tome en serio, máxime cuando se halle in statu nascendi. Si tuviéramos la des gracia, en un día más o menos lejano, de retroceder a un nuevo autoritarismo antidemocrático, no me cabe la menor duda de que los crímenes de Estado que entonces se cometieran se trata rían de legitimar aludiendo a los que efectuó la democracia. Ante semejante deslegitimación de la democracia, se comprende que un conocido constitucionalista, Jorge de Esteban, comentando los resultados del 28 de mayo, haya escrito en El Mundo: "Se pensaba que sería el pueblo el que estableciese las lógicas responsabilidades políticas de unos gobernantes que han perdido la legitimidad por el mal ejercicio dé su poder". Ante tamaña pertinacia, su colega de Sevilla no tendrá más remedio que volver a gritar ¡qué disparate!, ni siquiera los catedráticos de Derecho constitucionll se han enterado de que la Constitución de 1978, rompiendo con la tradición anterior, "ha atribuido al Congreso de los Diputados el monopolio en la definición de la legitimidad de origen y de ejercicio del Gobierno". Un Gobierno elegido por un Parlamento legítimo permanece legítimo, sean cuales fueren las sospechas que se ciernan sobre él, mientras que el Parlamento no lo revoque, un trámite que, ciertamente, temiendo otros peligros, la Constitución no ha hecho fácil.Al reducir la cuestión de la legitimidad a sus aspectos exclusivamente jurídicos, el ilustre constitucionalista sevillano llega a construir la aberración de que, al menos en teoría, cabría que un Gobierno tiránico, capaz de matar y de robar sin cortapisa, mantenga, sin embargo, incólume su legitimidad de ejercicio, siempre que emplee toda su influencia para tapar sus crímenes y siga contando con el apoyo mayoritario del Parla mento. Según la interpretación sevillana de nuestra Constitución, que encaja perfectamente en la práctica que ha llevado a cabo el Gobierno socialista, si se dispone de la mayoría, y mientras se cuente con ella, todo lo que haga el Gobierno estaría legitimado, y en ningún caso cabría que el ejercicio del poder lo deslegitime, sin otras responsabilidades que las pena les, que, en cuanto tales, única mente se pueden exigir a título individual si se logra vencer la serie de protecciones que cubren a los gobernantes y después de esperar a que pasen varios años, de instancia a instancia, hasta obtener sentencia firme. Los gobernantes se separan del ciudadano común por las salvaguardias jurídicas de que gozan; en cambio, en cuanto su jetos pasivos del derecho penal, habría que garantizarles la mis ma presunción de inocencia.En efecto, la reducción del concepto de legitimidad a su contenido jurídico-constitucional no deja espacio para la responsabilidad política, uno de los elementos claves en las democracias que funcionan para recuperar la legitimidad perdida. Al identificar la legitimidad. de origen con la de ejercicio se evapora la distinción entre responsabilidad política y responsabilidad penal. Tamaña barbaridad, que maliciosamente sólo se entendería por el afán de prestar un servicio a los que se niegan a asumir sus responsabilidades políticas, proviene, como es obvio, de no querer distinguir un concepto jurídico de otro sociológico de legitimidad. Un Gobierno es jurídicamente legítimo si cumple las normas establecidas por su propio ordenamiento jurídico. En este sentido, todos los Gobiernos, en cuanto se acoplen a las normas constitucionales establecidas, son legítimos: también el general Franco basaba sus; atribuciones en las normas, constitucionales que el régimen se había dado. Actualmente, según las normas constitucionales españolas, un Gobierno elegido por el Parlamento es legítimo, pase lo que pase, si el presidente no dimite y no hubiera forma de descabalgarlo -la moción de censura, tal como está establecida, no hace fácil este intento-; de modo que cabe incluso que el Gobierno pierda la mayoría, pero que, formada por partidos de signo muy diferente, no estén dispuestos a unirse para un voto de censura constructivo, y el presidente, fuesen cuales fueren los costes para el país, se empeñe en agotar la legislatura. Jurídicamente seria legítimo, lo que no impide que semejante proceder pueda suponer, en determinadas condiciones y circunstancias, altos costes para la legitimidad de las instituciones.
Porque tanto y más que la legitimidad desde una perspectiva jurídica importa el concepto sociológico de legitimidad, que, 3 como puso de relieve Max We-ber, consiste en la creencia que tienen los gobernados sobre las virtudes de sus gobernantes y de sus instituciones. La democracia se legitima si la mayoría de los ciudadanos, no sólo la de sus representantes, cree que es la mejor forma de gobierno y además que la establecida no está por completo adulterada. Creencia que se va modificando según sea el comportamiento que se perciba en los gobernantes -importan sobre todo las apariencias-, de modo que el ejercicio del poder constituye una forma fundamental de legitimación o de deslegitimación de las instituciones democráticas: para que los ciudadanos se sientan representados por las instituciones es básico que crean en ellas. Hace ya muchos años que Habermas estudió "la crisis de legitimidad" de nuestras sociedades y sistemas políticos; la "crisis de legitimidad" que afectaría a las instituciones democráticas de los países comunitarios es hoy un tema que se discute ampliamente.
El derecho a la vida es el primero de los derechos fundamentales y la premisa de todos los demás. Si hay algo que caracteriza esencialmente a la democracia es el derecho a la vida.Ahora bien, si en un esfuerzo de exculpación ideológica tratamos de ocultar los muertos del terrorismo de Estado y en la frase anterior sustituimos el "derecho a la vida" por "el derecho al disparate", dejándola en los términos siguientes: "El derecho al disparate es el primero de los derechos fundamentales y la premisa de todos los demás. Si hay algo que caracteriza esencialmente a la democracia es el derecho a decir disparates", nos daremos de bruces con un típico esperpento sevillano que, si no fuera por lo mucho que nos jugamos con la mayor o menor aceptación -entiéndase legitimidad- de la democracia, no deja de tener su gracia. Produce pavor que a estas alturas se pueda ignorar la dimensión sociológica de la legitimidad, máxime cuando nos vemos confrontados con procesos profundos de deslegitimación, debidos precisamente a los crímenes de los GAL y a los fenómenos de corrupción que los envuelven.
Ignacio Sotelo es catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad Libre de Berlín.
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