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Tribuna:DIEZ AÑOS EN LA UE
Tribuna
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Hacia otra política europea

La incorporación de España a la Comunidad Europea (CE) fue objetivo esencial de la transición a la democracia. Los partidos democráticos hicieron siempre un discurso radicalmente europeísta para movilizar a la sociedad española, sacarla de su aislamiento y enraizarla en la Europa democrática. A partir de nuestra adhesión, ha sido y es propósito irrenunciable de los partidos parlamentarios, en un amplio y beneficioso consenso, que España contribuya al avance de la construcción europea. Nadie discute hoy la conveniencia de estar en la Unión Europea. La cuestión, afortunadamente, se plantea ahora en otros términos: qué es lo que conviene más al interés español dentro de la Unión.Dos costosos errores

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Del común discurso proeuropeo, el Gobierno de González ha deducido una concreta política comunitaria que ha incurrido, a mi juicio, en dos costosos errores. Primer error: el apoyo indiscriminado y atemporal al proceso de integración europea desde sí mismo como algo bueno para España per se y a priori. Cuanta más integración, mejor, se viene a decir a modo de dogma. No entender que el proceso de integración no siempre avanza por donde más interesa a España, que es una negociación sin fin entre intereses nacionales diversos y que, por tanto, ciertos pasos en la integración e interés nacional español no siempre coinciden, ha llevado a descalificar como antieuropeísta a quien hacía gala de mayor sentido crítico, ha impedido el debate sobre la mejor forma de estar en Europa y ha ocultado el hecho de que con frecuencia la CE es sólo una manera distinta de proteger intereses nacionales.

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Aunque no se reconozca oficialmente, esta línea política ha empezado a quebrarse. González, por ejemplo, se ha visto obligado a sostener, al incorporarse los países nórdicos, la mal llamada "minoría de bloqueo" en paradójica compañía con el país -Reino Unido- más contrario al progreso de la integración. Asimismo, en el reciente informe del Gobierno sobre la Conferencia Intergubernamental, ante los comprensibles temores que suscita la ampliación al Este de la Unión, se argumenta -con discreción, eso sí- a favor de la unanimidad, principio escasamente integracionista.

El segundo error, más grave, deriva de la creencia de que los desequilibrios intracomunitarios entre países ricos y pobres se corrigen con ayudas financieras directas que los primeros deben transferir, por vía presupuestaria, a los segundos hasta producir un sustancial acercamiento. Un par de datos demuestran la gran equivocación: diez años después de la adhesión, España está exactamente a la misma distancia de la renta media comunitaria que en 1973 y con el doble de paro. Las ayudas financieras pueden ser un complemento más o menos necesario de ciertos programas, pero convertirlas en objetivo esencial de la política europea genera un efecto nocivo: debilita implícitamente la posición negociadora de España a la hora de defender frente a sus socios los intereses específicos de los sectores productivos cuando resultan negativamente afectados por las políticas comunitarias.

El desenfoque de la política de González conduce, de hecho, a concebir como algo secundario la definición y defensa de los intereses básicos de nuestro aparato productivo. Y cuando la realidad se impone, hay que amenazar con el veto. El Gobierno no ha formulado en las instituciones comunitarias el planteamiento que corresponde a los rasgos de nuestra economía. España entró en la CE como un país industrializado con industria débil, con una agricultura mediterránea potente, con una ganadería suficiente y como una gran potencia pesquera. En lugar de perfilar una estrategia de apoyo a nuestros intereses en función de esas características, volcó el peso de su actuación en obtener ayudas pretendidamente redistributivas. Al día de hoy, el Gobierno socialista ha sido incapaz, por ejemplo, de presentar ante la Comisión Europea una alternativa española para agricultura mediterránea en el marco de la PAC o un planteamiento a medio y largo plazo para garantizar la actividad de nuestra flota pesquera. Los costes que España paga están a la vista de todos y de candente actualidad.En cualquier caso, la próxima ampliación de la Unión a los países del centro y del este de Europa trastoca todo y tendrá extensas e intensas repercusiones para España. Aunque no fuera más que por este acontecimiento, cambiar la política europea parece aconsejable. Hay que anticipar la definición de nuestros intereses, primordialmente en el ámbito productivo, y compaginar su defensa con la construcción europea aunque nos convirtamos en un socio más incómodo.

Rafael Arias-Salgado es diputado por Madrid y portavoz del Grupo Popular en la Comisión mixta para la Unión Europea.

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