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Tribuna:DIEZ AÑOS EN LA UE.
Tribuna
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Europa como nivel de España

Europa, decía Ortega, "es un principio de agresión metódica al achabacanamiento nacional". Un imperativo de rigor al que España debiera aspirar. Por ello, cuando el desarrollo económico de los años sesenta permitió pasar de las palabras a los hechos, el ideal europeo, como "condición de España", se concretó, en el proceso de integración, en las Comunidades Europeas, objetivo comúnmente aceptado a la hora de transición a la democracia. De ahí, la unanimidad de las fuerzas políticas representadas en las Cortes en pro de la adhesión española, expresada en 1977 y 1978 y, después, prácticamente reiterada en 1985 (Tratado de Adhesión), 1986 (Acta única) y aún 1992 (TUE). La integración no era una operación económica ni política, era una opción, sin duda histórica, pero vivida como mito: en pro de la democracia política, la modernidad social y la madurez económica, comprendido todo ello sin demasiado análisis, como de los mitos es propio. Así, en el mito de la integración europea, se convirtieron las derechas a la democracia, las izquierdas al mercado. O mejor, ambas a una y otra cosa.De ahí que para la opinión pública española y aún para los políticos, resultaran tan chocantes las dificultades técnicas con que la adhesión hubo de tropezar.

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Por eso, los diferentes Gobiernos que se sucedieron desde la transición a la adhesión, primaron los aspectos políticos sobre los económicos y al final del proceso, lo importante fue, más que las condiciones de la adhesión, la adhesión en sí. Y de ésta, la fecha en que tuvo lugar, coreada con cuasi unánime fervor.

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El ingreso de España en la Comunidad produjo beneficiosos resultados económicos aún antes de producirse, si bien su coincidencia con una reactivación de la economía mundial, de la que fueron motor el precio de los crudos y los EE UU a partir de los primeros años ochenta, permite sospechar que el crecimiento español, de 1985 en adelante, se hubiera producido también en otras circunstancias.

En todo caso, el ingreso en las Comunidades facilitó cuatro procesos de la mayor importancia. Primero, una ingente afluencia de capital extranjero, no sólo especulativo, atraído por las altas tasas de interés, sino mediante poderosas inversiones directas que buscaban en España tanto una posición de mercado, como una cabeza de puente en la futura Europa integrada. Segundo, un importantísimo proceso de capitalización de la empresa española, que aprovechó el descreste arancelario para adquirir cuantiosos bienes de equipo. Tercero, una afluencia de fondos estructurales, triunfo personal del Presidente del Gobierno, al menos en 1988 y 1992, que, si se aprovecharon mal por el sector privado, ayudaron y ayudan a grandes obras de infraestructura. Y cuarto y principal, la plena apertura de la economía española al exterior, culminando así, con un salto cualitativo, el proceso iniciado en 1959.

El balance es positivo, pero no debe ocultar, porque reconocerlo es la única manera de remediarlo, que una indebida preparación y una mala gestión pública y privada han llevado a deteriorar en exceso nuestra balanza comercial y a transferir al extranjero el control de gran parte de nuestra industria. Los ingenuos dicen que ya no hay capital de una u otra nacionalidad, sino sólo europeo. Pero eso no pasa, en el mejor de los supuestos, de ingenuidad.

Más allá de la economía, la adhesión también sirvió para la apertura y homologación política. Por ejemplo, en materia de seguridad, la Comunidad permitió la conversión de la izquierda al atlantismo. La rocambolesca consolidación de la pertenencia de España a la Alianza Atlántica se alcanzó en 1986 utilizando como pretexto la pertenencia de España a la Comunidad. Y la UEO, siguiendo el ejemplo francés, sirvió, desde el Decálogo de Política Exterior de 1984 hasta hoy, pasando por la Plataforma de 1987, para justificar lo que exige la solidaridad, no europea, sino atlántica.

De esta manera el mito, como es propio de los mitos, fue también instrumento. Porque "sólo desde Europa -decía Ortega- puede hacerse España".

Sin embargo, de tan fecundo mito también se ha abusado en demasía. Y no me refiero, claro está, a la cursilería infinita de la plástica comunitaria que nos satura, o a la beatería europeísta de dirigentes políticos y sociales, sin parangón en ningún gran país europeo, sino a dos extremos más graves.

Primero, la gratuita confianza en que todos nuestros problemas incluso contradictorios, iban a resolverse con "más Europa", como si de una "triaca máxima" se tratara. Hubo un momento en que el Gobierno y la Oposición, los dirigentes intelectuales y sociales, creyeron de consuno que la Comunidad nos resolvería los conflictos autonómicos, nos haría la reforma fiscal, nos impondría la disciplina presupuestaria, nos exoneraría de la monetaria, nos obviaría las dificultades migratorias y tantas cosas más. Y otro tanto ocurre con la inexistente PESC. Como si la deseable colectivización de la seguridad pudiera suplir la propia decisión y el propio esfuerzo, para la promoción de aquellos intereses que, por nacionales, pudieran no ser comunes.

No falta quien propugne en Madrid las cesiones de soberanía para tener menos ocasiones de equivocarse, y los nacionalismos vasco y catalán creyeron que el eurofederalismo era el mejor horizonte para un pleno desarrollo de sus respectivas naciones. La evolución de la Comunidad no confirma tales hipótesis.Segundo, la pertenencia de España a la Comunidad ha sido utilizada para justificar una serie de medidas, e incluso más que su adopción, su mero anuncio, exigidas por la mera racionalidad económica. Así, la exigencia de la competitividad requerida por el Mercado Unico primero, y la convergencia acordada en Maastricht después, han servido de justificación al imprescindible ajuste que supone disciplina en las finanzas públicas, moderación salarial y liberalización del mercado de trabajo.

Su abusiva utilización como panacea y excusa pudo tener efectos no queridos e incluso adversos. Porque, por una parte, se crean falsas ilusiones que, al desvanecerse, provocan frustraciones y, a la vez, ocultan los beneficios reales y como reales, limitados, de la integración. Ejemplo de ello los recientes problemas pesqueros donde los fondos comunitarios debieran haber servido para una reconversión real antes de estallar los conflictos; donde una vez planteados éstos, se ha fantaseado a favor y en contra de la solidaridad comunitaria; donde, en fin, se ha provocado frustración y resquemor, sin saber explicar que la Comunidad, sin resolver los problemas, ayuda a conllevarlos.De otro lado, proyectar sobre la Comunidad y sus exigencias todos los costes económicos y sociales, no ya de mercado, sino del mero principio de escasez, es hacerle un flaco servicio al europeísmo La suma de ambas frustraciones puede convertir en fobia los entusiasmos de ayer. Y a ello se aprestan, gustosos, demagogos y arbitristas.

La integración, en consecuencia, mito común de los demócratas, excusa para la conversión de la izquierda, instrumento de racionalización económica y política puede ser dañada por la eurobeatería. Porque, volviendo a Ortega, Europa es el nivel de España y no su substituto. No la garantía de la competitividad; sólo la exigencia de ser competitivos. Un fortalecimiento de la posición internacional, no la dejación de un margen de autonomía activa. En suma, un campo privilegiado para la política de poder, que también es coopeación. Nada más y nada menos.

Miguel Herrero de Miñón es miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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