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El quinto beatle

Charles Dickens tuvo la suerte de estar presente en la creación de un mundo, de saber contamos, y no por suerte, el nacimiento del mundo contemporáneo, de la sociedad industrial, que hoy renquea. Harold Wilson tuvo la de ser el primer ministro de la época más brillante de la cultura popular británica, quizá, de todos los tiempos; la de los Beatles, que estrenaban en 1964 su gran balada A hard day´s night, de Mary Quant y la minifalda, de aquel tiempo en el que Londres se soltó el pelo rezando el último responso a la difunta Victoria. Por si fuera poco, fue también el premier que ganó con Inglaterra su única copa del mundo de fútbol; el soccer, que tan bien entendía como cuando afirmaba que en política lo esencial era, al igual que Bobby Charlton, dominar el centro del terreno.Pero no fue suerte que supiera encarnar esa era en la que parecía hacerse doblemente ciertá la expresión de uno de sus grandes predecesores, el conservador Harold MacMillan: "You never had it so good" ("nunca habíais estado tan bien").

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Harold Wilson fue el primer ministro más longevo en el poder del siglo hasta la llegada de la señora Thatcher y superó incluso a la dama de hierro en haber ganado todas las legislativas, cuatro, a las que se presentó.

Pero el político laborista fue, sobre todo, un hombre con un especial entendimiento de lo popular que nunca caía en el populismo; un servidor del Estado profundamente simpático que en las ruedas de prensa sabía introducir sin afectación, ni buscando tampoco la risa del chiste preparado, el comentario próximo, grato, un artesanal malabarismo de la palabra en el que lo coloquial se hacía confianza en el ser humano, sin que por ello hubiera pérdida alguna de dignidad.

Con su característico acento regional de Yorkshire, el único primer ministro de la guerra a esta parte que no tenía un acento, imitado o genuino, de clase social, replicaba a la Prensa como guiñando un ojo del espíritu. Era un intelectual a la vez que un hombre de acción, en el que ni lo uno ni lo otro pesaban con arrogancia sobre sus interlocutores o en la opinión pública. Por ello, su exquisita educación, tanto académica como personal, no alejaba sino que acercaba al ciudadano; su capacidad de trabajo no hacía de menos sino que exaltaba a los que con él compartieron las tareas de Gobierno.

No todo fueron, sin embargo, éxitos en sus ocho años de mandato. Dejó que la Rodesia de lan Smith proclamara una independencia racista en desafío no sólo del imperio, sino del buen gusto; tuvo, sin duda, su cuota de sinsabores económicos y al término de su paso por Downing St. el sueño del laborismo como partido naturalmente instalado en el poder, por el que tanto había luchado, estaba ya parcialmente hecho girones. Pero siempre fue en él, auténtico representante de la ambición de un Reino Unido sin clases, una virtud de aristocrática excepción la facilidad aparente con que alcanzaba el éxito.

En Wilson se hacía realidad, como subrayaba Ortega de una manera de entender la vida, un sentido deportivo, elegante, seguro pero laborioso y dedicado del que hacer público.

James Harold Wilson ganó la primera de sus cuatro elecciones generales en septiembre de 1964, aunque sólo por un suspiro; semanas más tarde volvía a las urnas para hacerse con una mayoría de más de cien escaños. Hoy ante su desaparición, cabe decir en el recuerdo intacto: ¡Qué noche la de aquel año!

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