El miedo al virus Ebola, que ya ha causado 101 muertos, desata la prevención en Kikwit
Siete españoles viven en la provincia zaireña acorralada por la mortífera enfermedad
ENVIADO ESPECIALLa Organización Mundial de la Salud informó ayer de la aparición, en las últimas 24 horas, de nuevos casos de Ebola, lo que eleva a 137 el número de personas afectadas y a 101 los muertos. Pero el virus que ha hecho tristemente famoso a Kikwit no es su único mal. Como recuerda el jesuita Xabier Zabala, uno de los siete españoles que viven allí, el 10% de la población adulta tiene sida, la malaria es frecuente y la enfermedad del sueño persiste. "Wikwit es una ciudad completamente abandonada por Kinshasa", afirma Zabala.
Xabier Zabala tiene el aspecto de un Rafael Sánchez Ferlosio misteriosamente rejuvenecido, apartado del mundanal ruido en Kikwit, una ciudad de 400.000 habitantes perdida en medio del bosque tropical al este de Kinshasa. Pero Zabala, un sacerdote jesuita de San Sebastián que llegó por primera vez a Zaire en 1968 y lleva la mayor parte de sus 49 años en África, no sabe quién es Ferlosio. Desde la ventana de su despacho, un aireado edificio de tres plantas en medio de un cuidado e inmenso jardín, Zabala vislumbra los pabellones azules del hospital de Kikwit, cuartel general de la lucha contra la mortífera fiebre hemorrágica viral, más conocida como virus Ebola Zaire.Ni Zabala ni ninguno de los otros seis españoles que viven en Kikwit y su entorno ha sufrido el ataque de un depredador invisible que se apodera de la sangre de su huésped, pudre las células y acaba convirtiendo a su víctima en un manantial de sangre que no cesa hasta el aliento final.
Vacaciones forzadas
También desde esa misma ventana del Instituto Técnico Profesional de Kikwit (IPAK), donde enseñan mecánica y electricidad (aunque ahora llevan dos semanas de vacaciones forzadas para evitar posibles contagios del Ebola), Zabala ha visto pasar unos cortejos fúnebres que no olvidará jamás. "La semana pasada veía hasta 15 entierros al día. Los que acompañaban el cadáver iban vestidos con máscaras y gafas, botas y guantes. Parecían entierros extraterrestres".
El 8 de mayo, en cuanto se confirmó que se trataba de Ebola, los alumnos fueron enviados a sus casas, y al día siguiente, desde los púlpitos de todas las iglesias, médicos y sanitarios explicaron a la población las precauciones a tomar. En la misa de ayer, en su parroquia de Kilokoko, abarrotada de fieles y niños vestidos con sus mejores galas y que no dejaron de cantar y bailar en toda la ceremonia, volvieron a repetirse recomendaciones contra el Ebola y el acto de darse la paz se suprimió para evitar un contacto de momento poco deseable en Kikwit. Porque al Ebola también le gusta el sudor.
"Kikwit es una ciudad completamente abandonada por Kinshasa", cuenta Zabala. "Aquí se combatió duramente después de la independencia y el régimen se ha vengado".
Josefina Roca ha vivido 37 de sus 64 años en Zaire. Carmelita de la Caridad, echa de menos a su compañera de misión, Victoria Sauret, que partió de vacaciones a España hace un mes, antes del brote epidémico. Pero ni Josefina ni Xavier ni ninguno de los españoles que viven en Kikwit pensó darle aliento al pánico y huir.
Carmen Aramí, otra carmelita de la Caridad de Viladrau, Girona, de 63 años, llegó a Kikwit después de recorrer 170 kilómetros por caminos de tierra para asistir a una sesión informativa sobre el Ebola Zaire y para decidir qué hacer con los huérfanos abandonados por sus familias. Carmen envía un mensaje de tranquilidad a sus familiares y recuerda que el virus no es tan peligroso como parece si se toman las debidas precauciones, como evitar cualquier contacto físico con el sudor, las lágrimas o la sangre de los infectados.
Irene Pérez San Martín, leonesa de 43 años y claretiana, viene de más lejos que Carmen: desde Kasinsi tuvo que recorrer los 300 kilómetros que distan de Kikwit durante 24 horas de malos caminos. Irene, como Carmen y como tantos otros misioneros perdidos en la selva, se encarga de un centro de salud, pero en su zona tampoco ha comparecido el Ebola, aunque sí llegó el miedo, que ha hecho que muchos dejaran de frecuentar el dispensario.
A la caída de la noche, pequeños fuegos se encienden en los patios y corrales de las casas de Kikwit. Hacía días que la música no impregnaba la madrugada. Pero el miedo ha comenzado a desvanecerse y los funerales vuelven a apoderarse de la oscuridad. En medio de la noche dulce y diáfana, bajo miríadas de estrellas, los tambores y las voces se apoderan del silencio y adormecen el aire. Kikwit tarda en dormirse.
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